PABLO OBISPO
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
JUNTAMENTE CON LOS PADRES DEL CONCILIO
PARA PERPETUO RECUERDO
CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA
IGLESIA*
LUMEN GENTIUM
CAPÍTULO I
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
1. Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo,
reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los
hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15)
con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y
porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con
mayor precisión su naturaleza y su misión universal, abundando en la
doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de nuestra época
hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que iodos los
hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos
sociales técnicos y culturales, consigan también la unidad completa.
2. El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su
sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres
a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en Adán, no
los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la
salvación, en atención a Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios
invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). A todos los
elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, «los conoció de antemano
y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste
sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Y estableció
convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue
prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la
historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza [1],
constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del
Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos.
Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán,
«desde el justo Abel hasta el último elegido» [2],
serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre.
3. Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre, quien nos eligió
en El antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos
adoptivos, porque se complació en restaurar en El todas las cosas (cf.
Ef 1,4-5 y 10). Así, pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad
del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su
misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de
Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece
visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados
en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo
crucificado (cf. Jn 19,34) y están profetizados en las palabras
de Cristo acerca de su muerte en la cruz: «Y yo, si fuere levantado de
la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32 gr.). La obra de
nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el
sacrificio de la cruz, por medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua,
ha sido inmolado» (1 Co 5,7). Y, al mismo tiempo, la unidad de
los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada
y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1 Co
10,17). Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz
del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien
caminamos.
4. Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la
tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de
Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de
este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un
mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o la
fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14;
7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el
pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm
8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles
como en un templo (cf. 1 Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da
testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm
8,15-16 y 26). Guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13),
la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos
dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf.
Ef 4,11-12; 1 Co 12,4; Ga 5,22). Con la fuerza del
Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce
a la unión consumada con su Esposo [3].
En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf.
Ap 22,17).
Y así toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la
unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» [4].
5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación.
Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena
nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en
la Escritura: «Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el reino de
Dios» (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Ahora bien, este reino
brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de
Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo
(cf. Mc 4,14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la
pequeña grey de Cristo (cf. Lc 12,32), ésos recibieron el reino;
la semilla va después germinando poco a poco y crece hasta el tiempo de
la siega (cf. Mc 4,26-29). Los milagros de Jesús, a su vez,
confirman que el reino ya llegó a la tierra: «Si expulso los demonios
por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a
vosotros» (Lc 11,20; cf. Mt 12,28). Pero, sobre todo, el
reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo
del hombre, quien vino «a servir y a dar su vida para la redención de
muchos» (Mc 10,45).
Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los
hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y
Sacerdote para siempre (cf. Hch 2,36; Hb 5,6; 7,17-21) y
derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf.
Hch 2,33). Por esto la Iglesia, enriquecida con los dones de su
Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y
abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e
instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y
el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo,
anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera
y ansia unirse con su Rey en la gloria.
6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del
reino se propone frecuentemente en figuras, así ahora la naturaleza
íntima de la Iglesia se nos manifiesta también mediante diversas
imágenes tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la
edificación, como también de la familia y de los esponsales, las cuales
están ya insinuadas en los libros de los profetas.
Así la Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo
(cf. Jn 10,1-10). Es también una grey, de la que el mismo Dios se
profetizó Pastor (cf. Is 40,11; Ez 34,11 ss), y cuyas
ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos, son, no
obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mismo Cristo, buen
Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10,11; 1 P 5,4),
que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10,11-15).
La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese
campo crece el vetusto olivo, cuya raíz santa fueron los patriarcas, y
en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y
gentiles (cf. Rm 11,13- 26). El celestial Agricultor la plantó
como viña escogida (cf. Mt 21,33-34 par.; cf. Is 5,1 ss).
La verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los
sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en El por medio de la
Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-5).
A veces también la Iglesia es designada como edificación de Dios (cf.
1 Co 3,9). El mismo Señor se comparó a la piedra que rechazaron
los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (cf. Mt
21,42 par.; Hch 4,11; 1 P 2,7; Sal 117,22). Sobre
este fundamento los Apóstoles levantan la Iglesia (cf. 1 Co 3,11)
y de él recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos
nombres: casa de Dios (cf. 1 Tm 3,15), en que habita su familia;
habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-22), tienda de
Dios entre los hombres (Ap 21,3) y sobre todo templo santo, que
los Santos Padres celebran como representado en los templos de piedra, y
la liturgia, no sin razón, la compara a la ciudad santa, la nueva
Jerusalén [5]. Efectivamente,
en este mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P
2,5). San Juan contempla esta ciudad santa y bajando, en la renovación
del mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su
esposo (Ap 21,1 s).
La Iglesia, llamada «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga
4,26; cf. Ap 12,17), es también descrita como esposa inmaculada
del Cordero inmaculado (cf. Ap 19,7; 21,2 y 9; 22,17), a la que
Cristo «amó y se entregó por ella para santificarla» (Ef
5,25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la
«alimenta y cuida» (Ef 5,29); a ella, libre de toda mancha, la
quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad (cf. Ef
5,24), y, en fin, la enriqueció perpetuamente con bienes celestiales,
para que comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros,
que supera toda ciencia (cf. Ef 3,19). Sin embargo, mientras la
Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Co 5,6), se
considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba,
donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la
Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su
Esposo en la gloria (cf. Col 3,1-4).
7. El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al
hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo
transformó en una nueva criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17).
Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó
místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu.
En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes
están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un
modo arcano, pero real [6].
Por el bautismo, en efecto, nos configuramos en Cristo: «porque también
todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co
12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio
con la muerte y resurrección de Cristo: «Con El fuimos sepultados por el
bautismo para participar de su muerte; mas, si hemos sido injertados en
El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su
resurrección» (Rm 6,4-5). Participando realmente del Cuerpo del
Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión
con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno, somos muchos un solo
cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Co 10,17).
Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cf. 1
Co 12,27) «y cada uno es miembro del otro» (Rm 12,5).
Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo
muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en
Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución del cuerpo
de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es
el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la
Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios (1 Co
12,1-11). Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya
autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos (cf. 1
Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los fieles,
unificando el cuerpo por sí y con su virtud y con la conexión interna de
los miembros. Por consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él
sufren todos los demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente
los demás miembros (cf.1 Co 12,26).
La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios
invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que
todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la
Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, de modo que
tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col 1,15-18). Con la
grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su eminente
perfección y acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo
(cf. Ef 1,18-23) [7].
Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el
extremo de que Cristo quede formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por
eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con El,
muertos y resucitados con El, hasta que con El reinemos (cf. Flp
3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6; Col 2,12, etc.).
Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la
tribulación y en la persecución, nos asociamos a sus dolores como el
cuerpo a la cabeza, padeciendo con El a fin de ser glorificados con El
(cf. Rm 8,17).
Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y
ligamentos, crece en aumento divino» (Col 2, 19). El mismo
conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de
los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de El, nos
prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de modo que,
viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en El, que
es nuestra Cabeza (cf. Ef 4,11-16 gr.).
Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23),
nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la
Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y
lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la
función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano [8].
Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose
en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf.
Ef 5,25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su
Cabeza (ib. 23-24). «Porque en El habita corporalmente toda la
plenitud de la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes divinos a la
Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-23), para
que tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19).
8. Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en
la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como
un todo visible [9],
comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad
provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la
asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la
Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser
consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una
realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino
[10]. Por eso se la
compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues
así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento
vivo de salvación unido indisolublemente a El, de modo semejante la
articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la
vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16) [11].
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como
una, santa, católica y apostólica [12],
y que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro
para que la apacentara (cf. Jn 21,17), confiándole a él y a los
demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18 ss), y la
erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm
3,15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una
sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de
Pedro y por los Obispos en comunión con él [13]
si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de
santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo,
impelen hacia la unidad católica.
Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y
persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo
camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres.
Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo,
tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y por nosotros «se hizo
pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque
necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida
para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la
abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el
Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc
4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10);
así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la
debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la
imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus
necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo,
«santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado
(cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados
del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a
pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación,
avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación.
La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios» [14]
anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26).
Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con
paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas
como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea
entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final
de los tiempos.
CAPÍTULO II
EL PUEBLO DE DIOS
9. En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y
practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad
de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin
conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le
confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo
de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó
gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a
través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí. Pero
todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y
perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que
había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que
llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de
Israel y con la casa de Judá... Pondré mi ley en sus entrañas y la
escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi
pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor»
(Jr 31,31-34). Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en
su sangre (cf. 1 Co 11,25), lo estableció Cristo convocando un
pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en
el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues quienes creen
en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno
incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 P 1,23),
no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn
3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio
regio, nación santa, pueblo de adquisición..., que en un tiempo no era
pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 P 2, 9-10).
Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, «que fue entregado
por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación» (Rm
4,25), y teniendo ahora un nombre que está sobre todo nombre, reina
gloriosamente en los cielos. La condición de este pueblo es la dignidad
y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el
Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar
como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jn 13,34). Y tiene
en último lugar, como fin, el dilatar más y más el reino de Dios,
incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los
tiempos El mismo también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida
nuestra (cf. Col 3,4), y «la misma criatura sea libertada de la
servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos
de Dios» (Rm 8,21). Este pueblo mesiánico, por consiguiente,
aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia
parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano,
un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que
lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve
también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a
todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt
5,13-16).
Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el
desierto, se le designa ya como Iglesia (cf. 2 Esd 13,1; Nm
20,4; Dt 23,1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el
tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cf. Hb 13,14),
también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18),
porque fue El quien la adquirió con su sangre (cf. Hch 20,28), la
llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible
y social. Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús
al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la
constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el
sacramento visible de esta unidad salutífera [15].
Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la
historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras
de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y
tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que
le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta
por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa
digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de
renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce
ocaso.
10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb
5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un reino y sacerdotes para Dios, su
Padre» (Ap 1,6; cf. 5,9-10). Los bautizados, en efecto, son
consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa
espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del
hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder
de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P
2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la
oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a
sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y
den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también
razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P
3,15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o
jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se
ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera
del único sacerdocio de Cristo [16].
El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y
dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la
persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los
fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la
ofrenda de la Eucaristía [17]
y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción
de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y
caridad operante.
11. El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad
sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes. Los
fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por
el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos
de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que
recibieron de Dios mediante la Iglesia [18].
Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la
Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con
ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe,
como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las
obras[19]. Participando del
sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana,
ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con
ella [20]. Y así, sea por
la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la
celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno
de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de Cristo en la
sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del
Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada
por este augustísimo sacramento.
Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la
misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo
se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora
a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones. Con la
unción de los enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia
encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los
alivie y los salve (cf. St 5,14-16), e incluso les exhorta a que,
asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo (cf. Rm
8,17; Col 1,24; 2 Tm 2,11-12; 1 P 4,13),
contribuyan así al bien del Pueblo de Dios. A su vez, aquellos de entre
los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a
apacentar la Iglesia por la palabra y gracia de Dios, en nombre de
Cristo. Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento
del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad
y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan
mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y
educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo
de Dios, en su estado y forma de vida [21].
De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos
de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan
constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través del
tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica los
padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe,
mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de
cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada
Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado,
fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son
llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de
aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre.
12. El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética
de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y
caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de
los labios que confiesan su nombre (cf. Hb 13.15). La totalidad
de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y
27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya
la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el
pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» [22]
presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con
este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el
Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente «a la fe confiada de una vez
para siempre a los santos» (Judas 3), penetra más profundamente
en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida,
guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta
ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1
Ts 2,13).
Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo
de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con
virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los
fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1
Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para
ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación
y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada
uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1
Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más
comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo,
porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los
dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar
de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el
juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a
quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante
todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es
bueno (cf. 1 Ts 5,12 y 19-21).
13. Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo
de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe
extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el
designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola
naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos, determinó luego
congregarlos (cf. Jn 11,52). Para esto envió Dios a su Hijo, a
quien constituyó en heredero de todo (cf. Hb 1,2), para que sea
Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo nuevo y universal
de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de
su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos
y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la
doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y
en las oraciones (cf. Hch 2,42 gr.).
Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas
de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son
de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los fieles dispersos por
el orbe comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así, «quien
habita en Roma sabe que los de la India son miembros suyos» [23].
Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la
Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el
bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y
al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y
riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno. Pues es
muy consciente de que ella debe congregar en unión de aquel Rey a quien
han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Sal 2,8) y a
cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf. Sal 71 [72],
10; Is 60,4-7; Ap 21,24). Este carácter de universalidad
que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la
Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la
humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su
Espíritu [24].
En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes colabora con
sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal
modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los
que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De
donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo reúne a personas de pueblos
diversos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay,
en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los
oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus
hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en
el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a
la santidad por un camino más estrecho. Además, dentro de la comunión
eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de
tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de
Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad [25],
protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las
divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan
finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de
íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros
apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son
llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del
apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: «El don que cada
uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos
administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10).
Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de
Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se
ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás
creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la
gracia de Dios llamados a la salvación.
14. El sagrado Concilio fija su atención en primer lugar en los
fieles católicos. Y enseña, fundado en la Sagrada Escritura y en la
Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación.
El único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace
presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia. El mismo, al
inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo
(cf. Mc 16,16; Jn 3,5), confirmó al mismo tiempo la
necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo
como por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres
que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través
de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a
perseverar en ella.
A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes,
poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización
y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo
visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo
Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los
sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica. No se salva, sin
embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en
la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en
corazón» [26]. Pero no
olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no
deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de
Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos
de salvarse, serán juzgados con mayor severidad [27].
Los catecúmenos que, movidos por el Espíritu Santo, solicitan con
voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, por este mismo deseo ya
están vinculados a ella, y la madre Iglesia los abraza en amor y
solicitud como suyos.
15. La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes,
estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no
profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo
el sucesor de Pedro [28].
Pues hay muchos que honran la Sagrada Escritura como norma de fe y vida,
muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre
todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios Salvador [29];
están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y además
aceptan y reciben otros sacramentos en sus propias Iglesias o
comunidades eclesiásticas. Muchos de entre ellos poseen el episcopado,
celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen,
Madre de Dios [30]. Añádase
a esto la comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, e
incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, ya que El ejerce en
ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y a algunos de
entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre. De esta forma,
el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo y la
actividad para que todos estén pacíficamente unidos, del modo
determinado por Cristo, en una grey y bujo un único Pastor [31].
Para conseguir esto, la Iglesia madre no cesa de orar, esperar y
trabajar, y exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de
que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la
Iglesia.
16. Por último, quienes todavía no recibieron el Evangelio, se
ordenan al Pueblo de Dios de diversas maneras [32].
En primer lugar, aquel pueblo que recibió los testamentos y las promesas
y del que Cristo nació según la carne (cf. Rm 9,4-5). Por causa
de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección, pues Dios
no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf. Rm 11,
28-29). Pero el designio de salvación abarca también a los que reconocen
al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que,
confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios
único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día postrero. Ni
el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al
Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración
y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que
todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes,
ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no
obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo
de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el
juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna [33].
Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la
salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento
expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la
gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia
lo juzga como una preparación del Evangelio [34]
y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan
la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el
Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios
en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm
1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a
la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del
mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc
16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover
la gloria de Dios y la salvación de todos éstos.
17. Como el Hijo fue enviado por el Padre, así también El envió a los
Apóstoles (cf. Jn 20,21) diciendo: «Id, pues, y enseñad a todas
las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo
estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt
28,19- 20). Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad
salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con orden de
realizarlo hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Por eso
hace suyas las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1
Co 9,16), y sigue incesantemente enviando evangelizadores, mientras
no estén plenamente establecidas las Iglesias recién fundadas y ellas, a
su vez, continúen la obra evangelizadora. El Espíritu Santo la impulsa a
cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a
Cristo principio de salvación para todo el mundo. Predicando el
Evangelio, la Iglesia atrae a los oyentes a la fe y a la confesión de la
fe, los prepara al bautismo, los libra de la servidumbre del error y los
incorpora a Cristo para que por la caridad crezcan en El hasta la
plenitud. Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra
sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y
culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se
purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del
demonio y felicidad del hombre. La responsabilidad de diseminar la fe
incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte [35].
Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin embargo,
propio del sacerdote el llevar a su complemento la edificación del
Cuerpo mediante el sacrificio eucarístico, cumpliendo las palabras de
Dios dichas por el profeta: «Desde el orto del sol hasta el ocaso es
grande mi nombre entre las gentes y en todo lugar se ofrece a mi nombre
una oblación pura» (Ml ,1, 11) [36].
Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se
integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu
Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y
Padre todo honor y gloria.
CAPÍTULO III
CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA,
Y PARTICULARMENTE EL EPISCOPADO
18. Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo
Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de
todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al
servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al
Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana,
tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación.
Este santo Sínodo, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I,
enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa
Iglesia enviando a sus Apóstoles lo mismo que El fue enviado por el
Padre (cf. Jn 20,21), y quiso que los sucesores de aquéllos, los
Obispos, fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los
siglos. Pero para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso,
puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e
instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y
visible, de la unidad de fe y de comunión [37].
Esta doctrina sobre la institución, perpetuidad, poder y razón de ser
del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el
santo Concilio la propone nuevamente como objeto de fe inconmovible a
todos los fieles, y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone,
ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los
Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de
Pedro, Vicario de Cristo [38]
y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.
19. El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando
a sí a los que El quiso, eligió a doce para que viviesen con El y para
enviarlos a predicar el reino de Dios (cf. Mc 3,13-19; Mt
10,1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc 6,13) los instituyó a modo de
colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro,
elegido de entre ellos mismos (cf. Jn 21,15-17). Los envió
primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes (cf.
Rm 1,16), para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos
de El a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen (cf. Mt
28,16-20; Mc 16, 15; Le 24,45-48; Jn 20,21-23), y así
propagasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección
del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt
28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de
Pentecostés (cf. Hch 2,1-36), según la promesa del Señor:
«Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y
hasta el último confín de la tierra» (Hch 1,8). Los Apóstoles,
pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc 16,20),
recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la
Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el
bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la piedra
angular (cf. Ap 21, 14; Mt 16, 18; Ef 2, 20) [39].
20. Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de
durar hasta él fin del mundo (cf. Mt 28,20), puesto que el
Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de
toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles cuidaron de
establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada.
En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio[40],
sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después
de su muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores
inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos
[41], encomendándoles que
atendieran a toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo los
había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hch 20,28). Y
así establecieron tales colaboradores y les dieron además la orden de
que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo de su
ministerio [42]. Entre los
varios ministerios que desde los primeros tiempos se vienen ejerciendo
en la Iglesia, según el testimonio de la Tradición, ocupa el primer
lugar el oficio de aquellos que, ordenados Obispos por una sucesión que
se remonta a los mismos orígenes [43],
conservan la semilla apostólica [44].
Así, como atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron
instituidos por los Apóstoles Obispos y sucesores suyos hasta nosotros,
se manifiesta [45] y se
conserva la tradición apostólica en todo el mundo [46].
Los Obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus
colaboradores, los presbíteros y diáconos [47],
presidiendo en nombre de Dios la grey [48],
de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto
sagrado y ministros de gobierno [49].
Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro;
príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores,
así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia,
que debe ejercer de forma permanente el orden sagrado de los Obispos [50].
Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido [51],
por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de
modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia,
desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10,16) [52].
21. En la persona, pues, de los Obispos, a quienes asisten los
presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en
medio de los fieles. Porque, sentado a la diestra del Padre, no está
ausente la congregación de sus pontífices [53],
sino que, principalmente a través de su servicio eximio, predica la
palabra de Dios a todas las gentes y administra continuamente los
sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su oficio paternal
(cf.1 Co 4,15) va congregando nuevos miembros a su Cuerpo con
regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y
prudencia dirige y ordena al Pueblo del Nuevo Testamento en su
peregrinar hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para
apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo y los
dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1 Co 4,1), a quienes
está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios (cf.
Rm 15,16; Hch 20,24) y la gloriosa administración del
Espíritu y de la justicia (cf. 2 Co 3,8-9).
Para realizar estos oficios tan excelsos, los Apóstoles fueron
enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo, que
descendió sobre ellos (cf. Hch 1,8; 2,4; Jn 20,22-23), y
ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus
colaboradores este don espiritual (cf. 1 Tm 4,14; 2 Tm
1,6-7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal [54].
Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se
confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica
litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo
sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado [55].
La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere
también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por
su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con
la Cabeza y los miembros del Colegio. Pues según la Tradición, que se
manifiesta especialmente en los ritos litúrgicos y en el uso de la
Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que por la
imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere [56]
la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter [57],
de tal manera que los Obispos, de modo visible y eminente, hacen las
veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar
suyo [58]. Pertenece a los
Obispos incorporar, por medio del sacramento del orden, nuevos elegidos
al Cuerpo episcopal.
22. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás
Apóstoles forman un solo Colegio apostólico, de igual manera se unen
entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores
de los Apóstoles. Ya la más antigua disciplina, según la cual los
Obispos esparcidos por todo el orbe comunicaban entre sí y con el Obispo
de Roma en el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz [59],
y también los concilios convocados [60]
para decidir en común las cosas más importantes [61],
sometiendo la resolución al parecer de muchos [62],
manifiestan la naturaleza y la forma colegial del orden episcopal,
confirmada manifiestamente por los concilios ecuménicos celebrados a lo
largo de los siglos. Esto mismo está indicado por la costumbre,
introducida de antiguo, de llamar a varios Obispos para tomar parte en
la elevación del nuevo elegido al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es
constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración
sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los
miembros del Colegio.
El Colegio o Cuerpo de los Obispos, por su parte, no tiene autoridad,
a no ser que se considere en comunión con el Romano Pontífice, sucesor
de Pedro, como cabeza del mismo, quedando totalmente a salvo el poder
primacial de éste sobre todos, tanto pastores como fieles. Porque el
Romano Pontífice tiene sobre la Iglesia, en virtud de su cargo, es
decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, plena,
suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer libremente. En
cambio, el Cuerpo episcopal, que sucede al Colegio de los Apóstoles en
el magisterio y en el régimen pastoral, más aún, en el que perdura
continuamente el Cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano
Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y
plena potestad sobre la Iglesia universal [63],
si bien no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del Romano
Pontífice. El Señor estableció solamente a Simón como roca y portador de
las llaves de la Iglesia (Mt 16,18-19) y le constituyó Pastor de
toda su grey (cf. Jn 21, 15 ss); pero el oficio de atar y desatar
dado e Pedro (cf. Mt 16,19) consta que fue dado también al
Colegio de los Apóstoles unido a su Cabeza (cf. Mt 18, 18;
28,16-20) [64]. Este
Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y
universalidad del Pueblo de Dios; y en cuanto agrupado bajo una sola
Cabeza, la unidad de la grey de Cristo. Dentro de este Colegio los
Obispos, respetando fielmente el primado y preeminencia de su Cabeza,
gozan de potestad propia para bien de sus propios fieles, incluso para
bien de toda la Iglesia porque el Espíritu Santo consolida sin cesar su
estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema sobre la Iglesia
universal que posee este Colegio se ejercita de modo solemne en el
concilio ecuménico. No hay concilio ecuménico si no es aprobado o, al
menos, aceptado como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del
Romano Pontífice convocar estos concilios ecuménicos, presidirlos y
confirmarlos [65]. Esta
misma potestad colegial puede ser ejercida por los Obispos dispersos por
el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame
a una acción colegial o, por lo menos, apruebe la acción unida de éstos
o la acepte libremente, para que sea un verdadero acto colegial.
23. La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones
de cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal.
El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento
perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de
los fieles [66]. Por su
parte, los Obispos son, individualmente, el principio y fundamento
visible de unidad en sus Iglesias particulares [67],
formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las
cuales se constituye la Iglesia católica, una y única [68].
Por eso, cada Obispo representa a su Iglesia, y todos juntos con el Papa
representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la
unidad.
Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia
particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios
a él encomendada, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia
universal. Pero en cuanto miembros del Colegio episcopal y como
legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la
institución y precepto de Cristo [69],
están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que,
aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo,
en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal. Deben, pues, todos
los Obispos promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común
de toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo
místico de Cristo, especialmente de los miembros pobres, de los que
sufren y de los que son perseguidos por la justicia (cf. Mt
5,10); promover, en fin, toda actividad que sea común a toda la Iglesia,
particularmente en orden a la dilatación de la fe y a la difusión de la
luz de la verdad plena entre todos los hombres. Por lo demás, es cierto
que, rigiendo bien la propia Iglesia como porción de la Iglesia
universal, contribuyen eficazmente al bien de todo el Cuerpo místico,
que es también el cuerpo de las Iglesias [70].
El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al
Cuerpo de los Pastores, ya que a todos ellos, en común, dio Cristo el
mandato, imponiéndoles un oficio común, según explicó ya el papa
Celestino a los Padres del Concilio de Efeso [71].
Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su
propio oficio, están obligados a colaborar entre sí y con el sucesor de
Pedro, a quien particularmente le ha sido confiado el oficio excelso de
propagar el nombre cristiano [72].
Por lo cual deben socorrer con todas sus fuerzas a las misiones, ya sea
con operarios para la mies, ya con ayudas espirituales y materiales;
bien directamente por sí mismos, bien estimulando la ardiente
cooperación de los fieles. Procuren, pues, finalmente, los Obispos,
según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar con agrado una
fraterna ayuda a las otras Iglesias, especialmente a las más vecinas y a
las más pobres, dentro de esta universal sociedad de la caridad.
La divina Providencia ha hecho que varias Iglesias fundadas en
diversas regiones por los Apóstoles y sus sucesores, al correr de los
tiempos, se hayan reunido en numerosos grupos estables, orgánicamente
unidos, los cuales, quedando a salvo la unidad de la fe y la única
constitución divina de la Iglesia universal, tienen una disciplina
propia, unos ritos litúrgicos y un patrimonio teológico y espiritual
propios. Entre las cuales, algunas, concretamente las antiguas Iglesias
patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras como hijas y han
quedado unidas con ellas hasta nuestros días con vínculos más estrechos
de caridad en la vida sacramental y en la mutua observancia de derechos
y deberes [73]. Esta
variedad de las Iglesias locales, tendente a la unidad, manifiesta con
mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa. De modo análogo,
las Conferencias episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra
múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación
concreta.
24. Los Obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, reciben del
Señor, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, la
misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda
creatura, a fin de que todos los hombres consigan la salvación por medio
de la fe, del bautismo y del cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt
28,18-20; Mc 16,15-16; Hch 26, 17 s). Para el desempeño de
esta misión, Cristo Señor prometió a los Apóstoles el Espíritu Santo, y
lo envió desde el cielo el día de Pentecostés, para que, confortados con
su virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las
gentes, los pueblos y los reyes (cf. Hch 1,8; 2, 1 ss; 9,15).
Este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un
verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se llama con toda
propiedad diaconía, o sea ministerio (cf. Hch 1,17 y 25; 21,19;
Rm 11,13; 1Tm 1,12).
La misión canónica de los Obispos puede hacerse por las legítimas
costumbres que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y
universal de la Iglesia, o por leyes dictadas o reconocidas por la misma
autoridad, o directamente por el mismo sucesor de Pedro; y ningún Obispo
puede ser elevado a tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando
él niega la comunión apostólica [74].
25. Entre los principales oficios de los Obispos se destaca la
predicación del Evangelio [75].
Porque los Obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos
discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea los que
están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les
ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la
vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo, extrayendo del
tesoro de la Revelación cosas nuevas y viejas (cf. Mt 13, 52), la
hacen fructificar y con vigilancia apartan de su grey los errores que la
amenazan (cf. 2 Tm 4,1-4). Los Obispos, cuando enseñan en
comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como
testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en
materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado
en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este
obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular
ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun
cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con
reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al
parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se
colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por
la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de
decirlo.
Aunque cada uno de los Prelados no goce por si de la prerrogativa de
la infalibilidad, sin embargo, cuando, aun estando dispersos por el
orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor
de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres,
convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese
caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo [76].
Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en
concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces
de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la
sumisión de la fe [77].
Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su
Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto
cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado
santamente y expresado con fidelidad. El Romano Pontífice, Cabeza del
Colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su
oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que
confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), proclama de una
forma definitiva la doctrina de fe y costumbres [78].
Por esto se afirma, con razón, que sus definiciones son irreformables
por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia, por haber sido
proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo, prometida a él en la
persona de San Pedro, y no necesitar de ninguna aprobación de otros ni
admitir tampoco apelación a otro tribunal. Porque en esos casos, el
Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que, en
calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien
singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma,
expone o defiende la doctrina de la fe católica [79].
La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de
los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor
de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la
Iglesia por la acción del mismo Espíritu Santo, en virtud de la cual la
grey toda de Cristo se mantiene y progresa en la unidad de la fe [80].
Mas cuando el Romano Pontífice o el Cuerpo de los Obispos juntamente
con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma
Revelación, a la cual deben atenerse y conformarse todos, y la cual es
íntegramente transmitida por escrito o por tradición a través de la
sucesión legítima de los Obispos, y especialmente por cuidado del mismo
Romano Pontífice, y, bajo la luz del Espíritu de verdad, es santamente
conservada y fielmente expuesta en la Iglesia [81].
El Romano Pontífice y los Obispos, por razón de su oficio y la
importancia del asunto, trabajan celosamente con los medios oportunos [82]
para investigar adecuadamente y para proponer de una manera apta esta
Revelación; y no aceptan ninguna nueva revelación pública como
perteneciente al divino depósito de la fe [83].
26. El Obispo, por estar revestido de la plenitud del sacramento del
orden, es «el administrador de la gracia del supremo sacerdocio» [84],
sobre todo en la Eucaristía, que él mismo celebra o procura que sea
celebrada [85], y mediante
la cual la Iglesia vive y crece continuamente. Esta Iglesia de Cristo
está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de
los fieles, que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo
Testamento el nombre de iglesias [86].
Ellas son, en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu
Santo y en gran plenitud (cf. 1 Ts 1,5). En ellas se congregan
los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el
misterio de la Cena del Señor «para que por medio del cuerpo y de la
sangre del Señor quede unida toda la fraternidad» [87].
En toda comunidad de altar, bajo el sagrado ministerio del Obispo [88],
se manifiesta el símbolo de aquella caridad y «unidad del Cuerpo
místico, sin la cual no puede haber salvación» [89].
En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o
vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se
congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica [90].
Pues «la participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a
ser aquello que recibimos» [91].
Ahora bien, toda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida
por el Obispo, a quien ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina
Majestad el culto de la religión cristiana y de reglamentarlo en
conformidad con los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia,
precisadas más concretamente para su diócesis según su criterio.
Así, los Obispos, orando y trabajando por el pueblo, difunden de
muchas maneras y con abundancia la plenitud de la santidad de Cristo.
Por medio del ministerio de la palabra comunican la virtud de Dios a los
creyentes para la salvación (cf. Rm 1,16), y por medio de los
sacramentos, cuya administración legítima y fructuosa regulan ellos con
su autoridad [92],
santifican a los fieles. Ellos disponen la administración del bautismo,
por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de
Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, los
dispensadores de las sagradas órdenes y los moderadores de la disciplina
penitencial; y ellos solícitamente exhortan e instruyen a sus pueblos
para que participen con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en
el santo sacrificio de la Misa. Ellos, finalmente, deben edificar a sus
súbditos con el ejemplo de su vida, guardando su conducta de todo mal y,
en la medida que puedan y con la ayuda de Dios transformándola en bien,
para llegar, juntamente con la grey que les ha sido confiada, a la vida
eterna [93].
27. Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las
Iglesias particulares que les han sido encomendadas [94],
con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también
con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para
edificar a su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que
el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer
puesto, como el servidor (cf. Lc 22, 26-27). Esta potestad que
personalmente ejercen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e
inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la
suprema autoridad de la Iglesia y pueda ser circunscrita dentro de
ciertos límites con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles.
En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho, y
ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de
regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del
apostolado.
A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, o sea el cuidado
habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben considerarse como
vicarios de los Romanos Pontífices, ya que ejercen potestad propia y
son, en verdad, los jefes de los pueblos que gobiernan [95]
Así, pues, su potestad no es anulada por la potestad suprema y
universal, sino que, por el contrario, es afirmada, robustecida y
defendida [96], puesto que
el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que
Cristo Señor estableció en su Iglesia.
El Obispo, enviado por el Padre de familias a gobernar su familia,
tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a
ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28; Mc 10,45) y a
dar la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11). Tomado de entre los
hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los
ignorantes y equivocados (Hb 5,1-2). No se niegue a oír a sus
súbditos, a los que, como a verdaderos hijos suyos, alimenta y a quienes
exhorta a cooperar animosamente con él. Consciente de que ha de dar
cuenta a Dios de sus almas (cf. Hb 13,17), trabaje con la
oración, con la predicación y con todas las obras de caridad tanto por
ellos como por los que todavía no son de la única grey, a los cuales
tenga como encomendados en el Señor. El mismo, siendo, como San Pablo,
deudor para con todos, esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rm
1,14-15) y a exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y
misionera. Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su Obispo como
la Iglesia a Jesucristo, y como Jesucristo al Padre, para que todas las
cosas se armonicen en la unidad [97]
y crezcan para gloria de Dios (cf. 2 Co 4,15).
28. Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (cf. Jn
10,36), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión, por medio
de sus Apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los Obispos [98],
los cuales han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en
distinto grado, a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el ministerio
eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por
aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose Obispos, presbíteros y
diáconos [99]. Los
presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y dependen de
los Obispos en el ejercicio de su potestad, están, sin embargo, unidos
con ellos en el honor del sacerdocio[100]
y, en virtud del sacramento del orden [101],
han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento [102],
a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (cf. Hb 5,1-10; 7,24;
9,11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para
celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio de su
ministerio, del oficio del único Mediador, Cristo (cf. 1 Tm 2,5),
anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercen,
sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, obrando en nombre
de Cristo [103]y
proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio
de su Cabeza y representan y aplican [104]
en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1 Co
11,26), el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo,
que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia
inmaculada (cf. Hb 9,11-28). Para con los fieles arrepentidos o
enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la reconciliación y
del alivio, y presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los
fieles (cf. Hb 5,1-13). Ejerciendo, en la medida de su autoridad,
el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza [105],
reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de
unidad [106], y la
conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En medio de la
grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,24). Se afanan,
finalmente, en la palabra y en la enseñanza (cf. 1 Tm 5,17),
creyendo aquello que leen cuando meditan la ley del Señor, enseñando
aquello que creen, imitando lo que enseñan [107].
Los presbíteros, próvidos cooperadores del Orden episcopal [108]
y ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al Pueblo de Dios,
forman, junto con su Obispo, un solo presbiterio [109],
dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de las congregaciones
locales de fieles representan al Obispo, con el que están confiada y
animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud
pastoral y la ejercen en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del
Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos
encomendada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y
prestan eficaz ayuda en la edificación de todo el Cuerpo de Cristo (cf.
Ef 4,12), Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios,
procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis e incluso
de toda la Iglesia. Por esta participación en el sacerdocio y en la
misión, los presbíteros reconozcan verdaderamente al Obispo como a padre
suyo y obedézcanle reverentemente. El Obispo, por su parte, considere a
los sacerdotes, sus cooperadores, como hijos y amigos, a la manera en
que Cristo a sus discípulos no los llama ya siervos, sino amigos (cf.
Jn 15,15). Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos,
están, pues, adscritos al Cuerpo episcopal, por razón del orden y del
ministerio, y sirven al bien de toda la Iglesia según vocación y gracia
de cada cual.
En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, todos
los presbíteros se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe
manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como
material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión
de vida, de trabajo y de caridad.
Respecto de los fieles, a quienes han engendrado espiritualmente por
el bautismo y la doctrina (cf. 1 Co 4,15; 1 P 1,23),
tengan la solicitud de padres en Cristo. Haciéndose de buena gana
modelos de la grey (cf. 1 P 5,3), gobiernen y sirvan a su
comunidad local de tal manera, que ésta merezca ser llamada con el
nombre que es gala del único y total Pueblo de Dios, es decir, Iglesia
de Dios (cf. 1 Co 1,2; 2 Co 1,1 y passim).
Acuérdense de que, con su conducta de cada día y con su solicitud, deben
mostrar a los fieles e infieles, a los católicos y no católicos, la
imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, y de que están
obligados a dar a todos el testimonio de verdad y de vida, y de que,
como buenos pastores, han de buscar también a aquellos (cf. Lc
15,4- 7) que, bautizados en la Iglesia católica, abandonaron la práctica
de los sacramentos o incluso han perdido la fe.
Como el mundo entero cada día tiende más a la unidad civil, económica
y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y
cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda
causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de
la familia de Dios.
29. En el grado inferior de la Jerarquía están los diáconos, que
reciben la imposición de las manos «no en orden al sacerdocio, sino en
orden al ministerio»[110].
Así, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y
su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la
liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono,
según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar
solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir
al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a
los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y
exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles,
administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y
sepultura. Dedicados a los oficios de la caridad y de la administración,
recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado Policarpo:
«Misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del
Señor, que se hizo servidor de todos» [111].
Ahora bien, como estos oficios, necesarios en gran manera a la vida
de la Iglesia, según la disciplina actualmente vigente de la Iglesia
latina, difícilmente pueden ser desempeñados en muchas regiones, se
podrá restablecer en adelante el diaconado como grado propio y
permanente de la Jerarquía. Corresponde a las distintas Conferencias
territoriales de Obispos, de acuerdo con el mismo Sumo Pontífice,
decidir si se cree oportuno y en dónde el establecer estos diáconos para
la atención de los fieles. Con el consentimiento del Romano Pontífice,
este diaconado podrá ser conferido a varones de edad madura, aunque
estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse
firme la ley del celibato.
CAPÍTULO IV
LOS LAICOS
30. El santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la
Jerarquía, vuelve gozoso su atención al estado de aquellos fieles
cristianos que se llaman laicos. Porque, si todo lo que se ha dicho
sobre el Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y
clérigos, sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, por razón de su
condición y misión, les atañen particularmente ciertas cosas, cuyos
fundamentos han de ser considerados con mayor cuidado a causa de las
especiales circunstancias de nuestro tiempo. Los sagrados Pastores
conocen perfectamente cuánto contribuyen los laicos al bien de la
Iglesia entera. Saben los Pastores que no han sido instituidos por
Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia
en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los
fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a
su modo, cooperen unánimemente en la obra común. Pues es necesario que
todos, «abrazados a la verdad en todo crezcamos en caridad, llegándonos
a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado
y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación
propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad» (Ef
4.15-16).
31. Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles
cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del
estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en
cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de
Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética
y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo
el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde.
El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los
miembros del orden sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los
asuntos seculares incluso ejerciendo una profesión secular, están
destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de
su particular vocación. En tanto que los religiosos, en virtud de su
estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el
mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de
las bienaventuranzas. A los laicos corresponde, por propia vocación,
tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y
ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada
uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones
ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está
como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando
su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la
santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así
hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el
testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la
caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y
ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente
vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a
Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor.
32. Por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se
gobierna sobre la base de una admirable variedad. «Pues a la manera que
en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no
tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo
cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros
miembros» (Rm 12,4-5).
Por tanto, el Pueblo de Dios, por El elegido, es uno: «un Señor, una
fe, un bautismo» (Ef 4,5). Es común la dignidad de los miembros,
que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la
filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única
la esperanza e indivisa la caridad. No hay, de consiguiente, en Cristo y
en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la
nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque «no hay judío ni
griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos
vosotros sois "uno" en Cristo Jesús» (Ga 3,28 gr.; cf. Col
3,11).
Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo,
todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la
justicia de Dios (cf. 2 P 1,1). Aun cuando algunos, por voluntad
de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los
misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre
todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en
orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el
Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de
Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás
fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores
de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los
unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien
gozosamente su trabajo al de los Pastores y doctores. De esta manera,
todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo
de Cristo. Pues la misma diversidad de gracias, servicio y funciones
congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque «todas... estas cosas
son obra del único e idéntico Espíritu» (1 Co 12,11).
Los laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como
hermano a Cristo, quien, siendo Señor de todo, no vino a ser servido,
sino a servir (cf. Mt 20,28), también tienen por hermanos a los
que, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y
gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan a la familia de Dios,
de tal suerte que sea cumplido por todos el nuevo mandamiento de la
caridad. A cuyo propósito dice bellamente San Agustín: «Si me asusta lo
que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para
vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un
deber, éste una gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación» [112].
33. Los laicos congregados en el Pueblo de Dios e integrados en el
único Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean,
están llamados, a fuer de miembros vivos, a contribuir con todas sus
fuerzas, las recibidas por el beneficio del Creador y las otorgadas por
la gracia del Redentor, al crecimiento de la Iglesia y a su continua
santificación.
Ahora bien, el apostolado de los laicos es participación en la misma
misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados
por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los
sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan
aquel amor hacia Dios y hacia los hombres que es el alma de todo
apostolado. Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y
operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo
puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos [113].
Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se
convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión
de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los
cristianos, los laicos también puede ser llamados de diversos modos a
una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía [114],
al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en
la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Flp 4,3;
Rm 16,3ss). Por lo demás, poseen aptitud de ser asumidos por la
Jerarquía para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar
con una finalidad espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos la preclara empresa de
colaborar para que el divino designio de salvación alcance más y más a
todos los hombres de todos los tiempos y en todas las partes de la
tierra. De consiguiente, ábraseles por doquier el camino para que,
conforme a sus posibilidades y según las necesidades de los tiempos,
también ellos participen celosamente en la obra salvífica de la Iglesia.
34. Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere
continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los
vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y
perfecta.
Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también
les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el
culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo
cual los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el
Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos
se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas
sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y
familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son
hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se
sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales,
aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la
celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto
con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos,
como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo
mismo a Dios.
35. Cristo, el gran Profeta, que proclamó el reino del Padre con el
testimonio de la vida y con el poder de la palabra, cumple su misión
profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de
la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por
medio de los laicos, a quienes, consiguientemente, constituye en
testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra
(cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del
Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social. Se manifiestan
como hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y en la
esperanza, aprovechan el tiempo presente (Ef 5, 16; Col 4,
5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rm 8, 25). Pero
no escondan esta esperanza en el interior de su alma, antes bien
manifiéstenla, incluso a través de las estructuras de la vida secular,
en una constante renovación y en un forcejeo «con los dominadores de
este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos» (Ef 6, 12).
Al igual que los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se alimenta
la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la
tierra nueva (cf. Ap 21, 1), así los laicos quedan constituidos
en poderosos pregoneros de la fe en la cosas que esperamos (cf. Hb
11, 1) cuando, sin vacilación, unen a la vida según la fe la profesión
de esa fe. Tal evangelización, es decir, el anuncio de Cristo pregonado
por el testimonio de la vida y por la palabra, adquiere una
característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se
lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo.
En esta tarea resalta el gran valor de aquel estado de vida
santificado por un especial sacramento, a saber, la vida matrimonial y
familiar. En ella el apostolado de los laicos halla una ocasión de
ejercicio y una escuela preclara si la religión cristiana penetra toda
la organización de la vida y la transforma más cada día. Aquí los
cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos
testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en
voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la
esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y su
testimonio arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la
verdad.
Por consiguiente, los laicos, incluso cuando están ocupados en los
cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa
en orden a la evangelización del mundo. Ya que si algunos de ellos,
cuando faltan los sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por
un régimen de persecución, les suplen en ciertas funciones sagradas,
según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en
la acción apostólica, es necesario, sin embargo, que todos contribuyan a
la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo. Por ello,
dedíquense los laicos a un conocimiento más profundo de la verdad
revelada y pidan a Dios con instancia el don de la sabiduría.
36. Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo
sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la
gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El
se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea
todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 27-28). Este poder lo
comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en
soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos
el reino del pecado (cf. Rm 6, 12). Más aún, para que, sirviendo
a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus
hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de
los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: «reino de verdad y de
vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de
paz» [115]. Un reino en
el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la
corrupción para participar la libertad de la gloria de los hijos de Dios
(cf. Rm 8, 21). Grande, en verdad, es la promesa, y excelso el
mandato dado a los discípulos: «Todas las cosas son vuestras, pero
vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Co 3, 23).
Deben, por tanto, los fieles conocer la íntima naturaleza de todas
las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. Incluso en
las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más
santa, de tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y
alcance su fin con mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la
paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos
el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos
profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de
Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con
el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos,
mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad
de todos los hombres sin excepción; sean más convenientemente
distribuidos entre ellos y, a su manera, conduzcan al progreso universal
en la libertad humana y cristiana. Así Cristo, a través de los miembros
de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la
sociedad humana.
Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las
estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de
manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia
y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes.
Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las
realizaciones humanas. Con este proceder simultáneamente se prepara
mejor el campo del mundo para la siembra de la palabra divina, y a la
Iglesia se le abren más de par en par las puertas por las que introducir
en el mundo el mensaje de la paz.
Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fieles
aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les
conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en
cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre
sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por
la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera
en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios. En nuestro
tiempo es sumamente necesario que esta distinción y simultánea armonía
resalte con suma claridad en la actuación de los fieles, a fin de que la
misión de la Iglesia pueda responder con mayor plenitud a los peculiares
condicionamientos del mundo actual. Porque así como ha de reconocerse
que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del
siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe
rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad
prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca y elimina la
libertad religiosa de los ciudadanos [116].
37. Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el
derecho de recibir con abundancia [117]
de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la
Iglesia, en particular la palabra de Dios y les sacramentos. Y
manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y
confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo.
Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen
la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de
los asuntos concernientes al bien de la Iglesia [118].
Esto hágase, si las circunstancias lo requieren, a través de
instituciones establecidas para ello por la Iglesia, y siempre en
veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia
aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a Cristo.
Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo,
que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el
dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con
prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, en
cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad
de maestros y gobernantes. Ni dejen de encomendar a Dios en la oración a
sus Prelados, que vigilan cuidadosamente como quienes deben rendir
cuenta por nuestras almas, a fin de que hagan esto con gozo y no con
gemidos (cf. Hb 13,17).
Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la
dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran
gustosamente a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos
en servicio de la Iglesia y denles libertad y oportunidad para actuar;
más aún, anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa.
Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas,
los ruegos y los deseos provenientes de los laicos [119].
En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad
civil, los Pastores la acatarán respetuosamente.
Son de esperar muchísimos bienes para la Iglesia de este trato
familiar entre los laicos y los Pastores; así se robustece en los
seglares el sentido de la propia responsabilidad, se fomenta su
entusiasmo y se asocian más fácilmente las fuerzas de los laicos al
trabajo de los Pastores. Estos, a su vez, ayudados por la experiencia de
los seglares, están en condiciones de juzgar con más precisión y
objetividad tanto los asuntos espirituales como los temporales, de forma
que la Iglesia entera, robustecida por todos sus miembros, cumpla con
mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.
38. Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y
de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo. Todos juntos y
cada uno de por sí deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf.
Ga 5, 22) y difundir en él el espíritu de que están animados
aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor en el Evangelio
proclamó bienaventurados (cf. Mt 5, 3-9). En una palabra, «lo que
el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo» [120].
CAPÍTULO V
UNIVERSAL VOCACIÓN A LA SANTIDAD
EN LA IGLESIA
39. La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio,
creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios,
quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado «el único Santo» [121],
amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para
santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo
y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por
ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía
que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según
aquello del Apóstol: «Porgue ésta es la voluntad de Dios, vuestra
santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). Esta santidad de
la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de
gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se expresa multiformemente
en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la
perfección de la caridad en su propio género de vida; de manera singular
aparece en la práctica de los comúnmente llamados consejos evangélicos.
Esta práctica de los consejos, que, por impulso del Espíritu Santo,
muchos cristianos han abrazado tanto en privado como en una condición o
estado aceptado por la Iglesia, proporciona al mundo y debe
proporcionarle un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.
40. El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús,
predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su
condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador:
«Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es
perfecto» (Mt 5, 48) [122].
Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar
a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con
todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como
Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo,
llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio
y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por
el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes
de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En
consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y
perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les
amonesta a vivir «como conviene a los santos» (Ef 5, 3) y que
como «elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de
misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia» (Col 3,
12) y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación (cf. Ga
5, 22; Rm 6, 22). Pero como todos caemos en muchas faltas (cf.
St 3,2), continuamente necesitamos la misericordia de Dios y todos
los días debemos orar: «Perdónanos nuestras deudas» (Mt 6, 12) [123].
Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier
estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y
a la perfección de la caridad [124],
y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la
sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñen los fieles las
fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de
que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo
en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la
gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de
Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la
historia de la Iglesia con la vida de tantos santos.
41. Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros
de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de
Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad,
siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer
ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin
vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra
por la caridad, según los dones y funciones que le son propios.
En primer lugar es necesario que los Pastores de la grey de Cristo, a
imagen del sumo y eterno Sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas,
desempeñen su ministerio santamente y con entusiasmo, humildemente y con
fortaleza. Así cumplido, ese ministerio será también para ellos un
magnífico medio de santificación. Los elegidos para la plenitud del
sacerdocio son dotados de la gracia sacramental, con la que, orando,
ofreciendo el sacrificio y predicando, por medio de todo tipo de
preocupación episcopal y de servicio, puedan cumplir perfectamente el
cargo de la caridad pastoral [125].
No teman entregar su vida por las ovejas, y, hechos modelo para la grey
(cf.1 P 5,3), estimulen a la Iglesia, con su ejemplo, a una
santidad cada día mayor.
Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona
espiritual forman [126]
al participar de su gracia ministerial por Cristo, eterno y único
Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el diario
desempeño de su oficio. Conserven el vínculo de la comunión sacerdotal,
abunden en todo bien espiritual y sean para todos un vivo testimonio de
Dios [127], émulos de
aquellos sacerdotes que en el decurso de los siglos, con frecuencia en
un servicio humilde y oculto, dejaron un preclaro ejemplo de santidad,
cuya alabanza se difunde en la Iglesia de Dios. Mientras oran y ofrecen
el sacrificio, como es su deber, por los propios fieles y por todo el
Pueblo de Dios, sean conscientes de lo que hacen e imiten lo que traen
entre manos [128]; las
preocupaciones apostólicas, los peligros y contratiempos, no sólo no les
sean un obstáculo, antes bien asciendan por ellos a una más alta
santidad, alimentando y fomentando su acción en la abundancia de la
contemplación para consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los
presbíteros y en especial aquellos que por el peculiar título de su
ordenación son llamados sacerdotes diocesanos, tengan presente cuánto
favorece a su santificación la fiel unión y generosa cooperación con su
propio Obispo.
También son partícipes de la misión y gracia del supremo Sacerdote,
de un modo particular, los ministros de orden inferior. Ante todo, los
diáconos, quienes, sirviendo a los misterios de Cristo y de la Iglesia [129]
deben conservarse inmunes de todo vicio, agradar a Dios y hacer acopio
de todo bien ante los hombres (cf. 1 Tm 3,8-10 y 12-13). Los.
clérigos, que, llamados por el Señor y destinados a su servicio, se
preparan, bajo la vigilancia de los Pastores, para los deberes del
ministerio, están obligados a ir adaptando su mentalidad y sus corazones
a tan excelsa elección: asiduos en la oración, fervorosos en el amor,
preocupados de continuo por todo lo que es verdadero, justo y decoroso,
realizando todo para gloria y honor de Dios. A los cuales se añaden
aquellos laicos elegidos por Dios que son llamados por el Obispo para
que se entreguen por completo a las tareas apostólicas, y trabajan en el
campo del Señor con fruto abundante [130].
Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante
la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo
largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes
evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera
ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen
al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en
testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como
símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y
se entregó a Sí mismo por ella [131].
Ejemplo parecido lo proporcionan, de otro modo, quienes viven en estado
de viudez o de celibato, los cuales también pueden contribuir no poco a
la santidad y a la actividad de la Iglesia. Aquellos que están dedicados
a trabajos muchas veces fatigosos deben encontrar en esas ocupaciones
humanas su propio perfeccionamiento, el medio de ayudar a sus
conciudadanos y de contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y
de la creación. Pero también es necesario que imiten en su activa
caridad a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en los trabajos manuales y
que continúan trabajando en unión con el Padre para la salvación de
todos. Gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros a llevar sus
cargas, asciendan mediante su mismo trabajo diario, a una más alta
santidad, incluso con proyección apostólica.
Sepan también que están especialmente unidos a Cristo, paciente por
la salvación del mundo, aquellos que se encuentran oprimidos por la
pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos, o los
que padecen persecución por la justicia. A ellos el Señor, en el
Evangelio, les proclamó bienaventurados, y «el Dios de toda gracia, que
nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un breve
padecer, los perfeccionará y afirmará, los fortalecerá y consolidará» (1
P 5, 10).
Por tanto, todos los fieles cristianos, en las condiciones,
ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se
santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre
celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a
todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con
que Dios amó al mundo.
42. «Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en
Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Y Dios difundió su caridad en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado (cf. Rm
5, 5). Por consiguiente, el primero y más imprescindible don es la
caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por
El. Pero, a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena
semilla y fructifique, todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra
de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia.
Participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la
Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la
oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los
hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como
vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rm
3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los
conduce a su fin [132].
De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo
distintivo del verdadero discípulo de Cristo.
Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida
por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por El y
por sus hermanos (cf. 1 Jn 3,16; Jn 15,13). Pues bien:
algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados, y
seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor ante
todos, especialmente ante los perseguidores. Por tanto, el martirio, en
el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la
muerte por la salvación del mundo, y se conforma a El en la efusión de
su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema
prueba de amor, Y, si es don concedido a pocos, sin embargo, todos deben
estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle,
por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan
a la Iglesia.
La santidad de la Iglesia también se fomenta de una manera especial
con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que
los observen sus discípulos [133].
Entre ellos destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a
algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Co 7, 7) para que
se consagren a solo Dios con un corazón que en la virginidad o en el
celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34)
[134]. Esta perfecta
continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la más
alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como
un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.
La Iglesia medita la advertencia del Apóstol, quien, estimulando a
los fieles a la caridad, les exhorta a que tengan en sí los mismos
sentimientos que tuvo Cristo, el cual «se anonadó a sí mismo tomando la
forma de esclavo..., hecho obediente hasta la muerte» (Flp 2,
7-8), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8, 9). Y
como es necesario que los discípulos den siempre testimonio de esta
caridad y humildad de Cristo imitándola, la madre Iglesia goza de que en
su seno se hallen muchos varones v mujeres que siguen más de cerca el
anonadamiento del Salvador y dan un testimonio más evidente de él al
abrazar la pobreza en la libertad de los hijos de Dios y al renunciar a
su propia voluntad. A saber: aquellos que, en materia de perfección, se
someten a un hombre por Dios más allá de lo mandado, a fin de hacerse
más plenamente conformes a Cristo obediente [135].
Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a
buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio
estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea
que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al
espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad
perfecta. Acordándose de la advertencia del Apóstol: Los que usan de
este mundo no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo
pasan (cf. 1 Co 7, 31 gr.) [136].
CAPÍTULO VI
LOS RELIGIOSOS
43. Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de
pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del
Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los
doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia
recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre La autoridad de
la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar
estos consejos, de regular su práctica e incluso de fijar formas
estables de vivirlos. Esta es la causa de que, como en árbol que se
ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor partiendo de una
semilla puesta por Dios, se hayan desarrollado formas diversas de vida
solitaria o comunitaria y variedad de familias que acrecientan los
recursos ya para provecho de los propios miembros, ya para bien de todo
el Cuerpo de Cristo [137].
Y es que esas familias ofrecen a sus miembros las ventajas de una mayor
estabilidad en el género de vida, una doctrina experimentada para
conseguir la perfección, una comunión fraterna en el servicio de Cristo
y una libertad robustecida por la obediencia, de tal manera que puedan
cumplir con seguridad y guardar fielmente su profesión y avancen con
espíritu alegre por la senda de la caridad [138].
Este estado, si se atiende a la constitución divina y jerárquica de
la Iglesia, no es intermedio entre el de los clérigos y el de los
laicos, sino que de uno y otro algunos cristianos son llamados por Dios
para poseer un don particular en la vida de la Iglesia y para que
contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo [139].
44. El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados —por
su propia naturaleza semejantes a los votos—, con los cuales se obliga a
la práctica de los tres susodichos consejos evangélicos, hace una total
consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera
que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y
especial. Ya por el bautismo había muerto al pecado y estaba consagrado
a Dios; sin embargo, para traer de la gracia bautismal fruto copioso,
pretende, por la profesión de los consejos evangélicos, liberarse de los
impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la
perfección del culto divino y se consagra más íntimamente al servicio de
Dios [140]. La
consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y
más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a
su Iglesia.
Pero como los consejos evangélicos, mediante la caridad hacia la que
impulsan [141], unen
especialmente con la Iglesia y con su misterio a quienes los practican,
es necesario que la vida espiritual de éstos se consagre también al
provecho de toda la Iglesia. De aquí nace el deber de trabajar según las
fuerzas y según la forma de la propia vocación, sea con la oración, sea
también con el ministerio apostólico, para que el reino de Cristo se
asiente y consolide en las almas y para dilatarlo por todo el mundo. Por
lo cual la Iglesia protege y favorece la índole propia de los diversos
institutos religiosos.
Así, pues, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un
símbolo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la
Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana.
Y como el Pueblo de Dios no tiene aquí ciudad permanente, sino que busca
la futura, el estado religioso, por librar mejor a sus seguidores de las
preocupaciones terrenas, cumple también mejor, sea la función de
manifestar ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan ya
presentes en este mundo, sea la de testimoniar la vida nueva y eterna
conquistada por la redención de Cristo, sea la de prefigurar la futura
resurrección y la gloria del reino celestial. El mismo estado imita más
de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que
el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad
del Padre, y que propuso a los discípulos que le seguían. Finalmente,
proclama de modo especial la elevación del reino de Dios sobre todo lo
terreno y sus exigencias supremas; muestra también ante todos los
hombres la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la potencia
infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la Iglesia.
Por consiguiente, el estado constituido por la profesión de los
consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de
la Iglesia, pertenece, sin embargo de manera indiscutible, a su vida y
santidad.
45. Siendo deber de la Jerarquía eclesiástica apacentar al Pueblo de
Dios y conducirlo a los mejores pastos (cf. Ez 34, 14), a ella
compete dirigir sabiamente con sus leyes la práctica de los consejos
evangélicos [142],
mediante los cuales se fomenta singularmente la caridad para con Dios y
para con el prójimo. La misma Jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso
del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres
ilustres, las aprueba auténticamente después de haberlas revisado y
asiste con su autoridad vigilante y protectora a los Institutos erigidos
por todas partes para edificación del Cuerpo de Cristo, con el fin de
que en todo caso crezcan y florezcan según el espíritu de los
fundadores.
Para mejor proveer a las necesidades de toda la grey del Señor, el
Romano Pontífice, en virtud de su primado sobre la Iglesia universal,
puede eximir a cualquier Instituto de perfección y a cada uno de sus
miembros de la jurisdicción de los Ordinarios de lugar y someterlos a su
sola autoridad con vistas a la utilidad común [143].
Análogamente pueden ser puestos bajo las propias autoridades
patriarcales o encomendados a ellas. Los miembros de tales Institutos,
en el cumplimiento de los deberes que tienen para con la Iglesia según
su peculiar forma de vida, deben prestar a los Obispos reverencia y
obediencia en conformidad con las leyes canónicas, por razón de su
autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la necesaria
unidad y concordia en el trabajo apostólico [144].
La Iglesia no sólo eleva mediante su sanción la profesión religiosa a
la dignidad de estado canónico, sino que, además, con su acción
litúrgica, la presenta como un estado consagrado a Dios. Ya que la
Iglesia misma, con la autoridad que Dios le confió, recibe los votos de
quienes la profesan, les alcanza de Dios, mediante su oración pública,
los auxilios y la gracia, los encomienda a Dios y les imparte la
bendición espiritual, asociando su oblación al sacrificio eucarístico.
46. Los religiosos cuiden con atenta solicitud de que, por su medio,
la Iglesia muestre de hecho mejor cada día ante fieles e infieles a
Cristo, ya entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el
reino de Dios a las multitudes, o curando a los enfermos y pacientes y
convirtiendo a los pecadores al buen camino, o bendiciendo a los niños y
haciendo bien a todos, siempre, sin embargo, obediente a la voluntad del
Padre que lo envió [145]
Tengan todos bien entendido que la profesión de los consejos
evangélicos, aunque implica la renuncia de bienes que indudablemente han
de ser estimados en mucho, no es, sin embargo, un impedimento para el
verdadero desarrollo de la persona humana, antes por su propia
naturaleza lo favorece en gran medida. Porque los consejos, abrazados
voluntariamente según la personal vocación de cada uno, contribuyen no
poco a la purificación del corazón y a la libertad espiritual, estimulan
continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como demuestra el
ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más al
cristiano con el género de vida virginal y pobre que- Cristo Señor
escogió para si y que abrazó su Madre, la Virgen. Y nadie piense que los
religiosos, por su consagración, se hacen extraños a los hombres o
inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no
sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo,
presentes de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan
espiritualmente con ellos, para que la edificación de la ciudad terrena
se funde siempre en el Señor y se ordene a El, no sea que trabajen en
vano quienes la edifican [146].
Por lo cual, finalmente, el sagrado Sínodo confirma y alaba a los
varones y mujeres, a los Hermanos y Hermanas que en los monasterios, o
en las escuelas y hospitales, o en las misiones, hermosean a la Esposa
de Cristo con la perseverante y humilde fidelidad en la susodicha
consagración y prestan a todos los hombres los más generosos y variados
servicios.
47. Todo el que ha sido llamado a la profesión de los consejos
esmérese por perseverar y aventajarse en la vocación a la que fue
llamado por Dios, para una más abundante santidad de la Iglesia y para
mayor gloria de la Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por
Cristo es la fuente y origen de toda santidad.
CAPÍTULO VII
ÍNDOLE ESCATOLÓGICA
DE LA IGLESIA PEREGRINANTE
Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA CELESTIAL
48. La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en
la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su
consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de
la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando,
junto con el género humano, también la creación entera, que está
íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será
perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1,20;
2 P 3, 10-13).
Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos
(cf. Jn 12, 32 gr.); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm
6, 9), envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por El
hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación;
estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para
conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí
más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa
alimentándolos con su cuerpo y sangre. Así que la restauración prometida
que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del
Espíritu Santo y por El continúa en la Iglesia, en la cual por la fe
somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal,
mientras que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la
obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación
(cf. Flp 2, 12).
La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1 Co
10, 11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en
cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya
aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía
imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra
nueva, donde mora la justicia (cf. 2 P 3, 13), la Iglesia
peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a
este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre
las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de
la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu
Santo, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1, 14), con verdad
recibimos el nombre de hijos de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3, 1),
pero todavía no se ha realizado nuestra manifestación con Cristo en la
gloria (cf. Col 3,4), en la cual seremos semejantes a Dios,
porque lo veremos tal como es (cf. 1 Jn 3,2). Por tanto,
«mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del
Señor» (2 Co 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu,
gemimos en nuestro interior (cf. Rm 8, 23) y ansiamos estar con
Cristo (cf. Flp 1, 23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y
más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Co 5,
15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Co 5, 9)
y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra
las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf, Ef 6,
11-13). Y como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la
amonestación del Señor, que velemos constantemente, para que, terminado
el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb 9, 27), merezcamos
entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt
25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf.
Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las
tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt
22, 13 y 25, 30). Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos
debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno
de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal» (2 Co
5, 10); y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien para la
resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de
condenación» (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46). Teniendo, pues,
por cierto que «los padecimientos de esta vida son nada en comparación
con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros» (Rm 8, 18;
cf. 2 Tm 2, 11- 12), con fe firme aguardamos «la esperanza
bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador
nuestro Jesucristo» (Tit 2, 13), «quien transfigurará nuestro
abyecto cuerpo en cuerpo glorioso semejante al suyo» (Flp 3, 12)
y vendrá «para ser glorificado en sus santos y mostrarse admirable en
todos los que creyeron» (2 Ts 1,10).
49. Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y
acompañado de sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte,
le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), de sus
discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se
purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando
«claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es» [147];
mas todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad
para con Dios y para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria
a nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu,
constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en El (cf. Ef
4, 16). La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la
paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la
constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes
espirituales [148]. Por
lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo,
consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen
el culto que ella ofrece a Dios aquí en la tierra y contribuyen de
múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Co 12,
12-27) [149]. Porque
ellos, habiendo llegado a la patria y estando «en presencia del Señor»
(cf. 2 Co 5, 8), no cesan de interceder por El, con El y en El a
favor nuestro ante el Padre [147],
ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el «Mediador
único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (cf. 1Tm 2, 5),
como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber
completado en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en
favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24) [151].
Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra
debilidad.
50. La Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la
comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los
primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la
memoria de los difuntos [152]
y ofreció sufragios por ellos, «porque santo y saludable es el
pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus
pecados» (2 M 12, 46). Siempre creyó la Iglesia que los Apóstoles
y mártires de Cristo, por haber dado el supremo testimonio de fe y de
caridad con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente
unidos en Cristo; les profesó especial veneración junto con la
Bienaventurada Virgen y los santos ángeles [153]
e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos pronto
fueron agregados también quienes habían imitado más de cerca la
virginidad y pobreza de Cristo [154]
y, finalmente, todos los demás, cuyo preclaro ejercicio de virtudes
cristianas [155] y cuyos
carismas divinos los hacían recomendables a la piadosa devoción e
imitación de los fieles [156].
Mirando la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos
motivos nos impulsan a buscar la ciudad futura (cf. Hb 13, 14 y
11, 10) y al mismo tiempo aprendemos el camino más seguro por el que,
entre las vicisitudes mundanas, podremos llegar a la perfecta unión con
Cristo o santidad, según el estado y condición de cada uno [157].
En la vida de aquellos que, siendo hombres como nosotros, se transforman
con mayor perfección en imagen de Cristo (cf. 2 Co 3,18), Dios
manifiesta al vivo ante los hombres su presencia y su rostro. En ellos
El mismo nos habla y nos ofrece un signo de su reino [158],
hacia el cual somos atraídos poderosamente con tan gran nube de testigos
que nos envuelve (cf. Hb 12, 1) y con tan gran testimonio de la
verdad del Evangelio.
Veneramos la memoria de los santos del cielo por su ejemplaridad,
pero más aún con el fin de que la unión de toda la Iglesia en el
Espíritu se vigorice por el ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef
4, 1-6). Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos
acerca más a Cristo, así el consorcio con los santos nos une a Cristo,
de quien, como de Fuente y Cabeza, dimana toda la gracia y la vida del
mismo Pueblo de Dios [159].
Es, por tanto, sumamente conveniente que amemos a «¡tos amigos y
coherederos de Cristo, hermanos también y eximios bienhechores nuestros;
que rindamos a Dios las gracias que le debemos por ellos [160];
que «los invoquemos humildemente y que, para impetrar de Dios beneficios
por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es el único Redentor
y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y socorro» [161].
Todo genuino testimonio de amor que ofrezcamos a los bienaventurados se
dirige, por su propia naturaleza, a Cristo y termina en El, que es «la
corona de todos los santos» [162],
y por El va a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es
glorificado [163].
La más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar
cuando —especialmente en la sagrada liturgia, en la cual «la virtud del
Espíritu Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos
sacramentales»— celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la
Divina Majestad [164], y
todos, de cualquier tribu, y lengua, y pueblo, y nación, redimidos por
la sangre de Cristo (cf. Ap 5, 9) y congregados en una sola
Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza a Dios Uno y Trino.
Así, pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos
unirnos al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y
venerando la memoria. primeramente, de la gloriosa siempre Virgen María,
mas también del bienaventurado José, de los bienaventurados Apóstoles,
de los mártires y de todos los santos [165].
51. Este sagrado Sínodo recibe con gran piedad la venerable fe de
nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos
que se hallan en la gloria celeste o que aún están purificándose después
de la muerte, y de nuevo confirma los decretos de los sagrados Concilios
Niceno II [166],
Florentino [167] y
Tridentino [168]. Al
mismo tiempo, en fuerza de su solicitud pastoral, exhorta a todos
aquellos a quienes corresponde para que, si acá o allá se hubiesen
introducido abusos por exceso o por defecto, procuren eliminarlos y
corregirlos, restaurándolo todo de manera conducente a una más perfecta
alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el
verdadero culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de
actos exteriores cuanto en la intensidad de un amor activo, por el cual,
para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos «el
ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la ayuda de su
intercesión» [169]. Pero
también hagan comprender a los fieles que nuestro trato con los
bienaventurados, si se lo considera bajo la plena luz de la fe, de
ninguna manera rebaja el culto latréutico tributado a Dios Padre por
medio de Cristo en el Espíritu, sino que más bien lo enriquece
copiosamente [170].
Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una sola
familia en Cristo (cf. Hb 3,6), al unirnos en mutua caridad y en
la misma alabanza de la Trinidad, secundamos la íntima vocación de la
Iglesia y participamos, pregustándola, en la liturgia de la gloria
consumada [171]. Cuando
Cristo se manifieste y tenga lugar la gloriosa resurrección de los
muertos, la gloria de Dios iluminará la ciudad celeste, y su lumbrera
será el Cordero (cf. Ap 21,23). Entonces toda la Iglesia de los
santos, en la felicidad suprema del amor, adorará a Dios y «al Cordero
que fue inmolado» (Ap 5, 12), proclamando con una sola voz: «Al
que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, gloria, imperio por
los siglos de los siglos» (Ap 5, 13).
CAPÍTULO VIII
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS,
EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA
I. Introducción
52. Queriendo Dios, infinitamente sabio y misericordioso, llevar a
cabo la redención del mundo, «al llegar la plenitud de los tiempos,
envió a su Hijo, nacido de mujer, ... para que recibiésemos la adopción
de hijos» (Ga 4, 4-5). «El cual, por nosotros los hombres y por
nuestra salvación, descendió de los cielos y por obra del Espíritu Santo
se encarnó de la Virgen María» [172].
Este misterio divino de la salvación nos es revelado y se continúa en la
Iglesia, que fue fundada por el Señor como cuerpo suyo, y en la que los
fieles, unidos a Cristo Cabeza y en comunión con todos sus santos, deben
venerar también la memoria «en primer lugar de la gloriosa siempre
Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo» [173]
53. Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió
al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio la Vida al mundo, es
reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor.
Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y
unida a El con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con
la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso
hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo; con el don de
una gracia tan extraordinaria aventaja con creces a todas las otras
criaturas, celestiales y terrenas. Pero a la vez está unida, en la
estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan de la salvación; y
no sólo eso, «sino que es verdadera madre de los miembros (de
Cristo)..., por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia
los fieles, que son miembros de aquella Cabeza» [174].
Por ese motivo es también proclamada como miembro excelentísimo y
enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de
la misma en la fe y en la caridad, y a quien la Iglesia católica,
instruida por el Espíritu Santo, venera, como a madre amantísima, con
afecto de piedad filial,
54. Por eso, el sagrado Concilio, al exponer la doctrina sobre la
Iglesia, en la que el divino Redentor obra la salvación, se propone
explicar cuidadosamente tanto la función de la Santísima Virgen en el
misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico cuanto los deberes de
los hombres redimidos para con la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre
de los hombres, especialmente de los fieles, sin tener la intención de
proponer una doctrina completa sobre María ni resolver las cuestiones
que aún no ha dilucidado plenamente la investigación de los teólogos.
Así, pues, siguen conservando sus derechos las opiniones que en las
escuelas católicas se proponen libremente acerca de aquella que, después
de Cristo, ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a la vez el más
próximo a nosotros [175].
II. Función de la Santísima Virgen en la economía de la salvación
55. Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Tradición
venerable manifiestan de un modo cada vez más claro la función de la
Madre del Salvador en la economía de la salvación y vienen como a
ponerla delante de los ojos. En efecto, los libros del Antiguo
Testamento narran la historia de la salvación, en la que paso a paso se
prepara la venida de Cristo al mundo Estos primeros documentos, tal como
se leen en la Iglesia y tal como se interpretan a la luz de una
revelación ulterior y plena, evidencian poco a poco, de una forma cada
vez más clara, la figura de la mujer Madre del Redentor. Bajo esta luz
aparece ya proféticamente bosquejada en la promesa de victoria sobre la
serpiente, hecha a los primeros padres caídos en pecado (cf. Gen
3, 15). Asimismo, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo,
que se llamará Emmanuel (cf. Is 7,14; comp. con Mi 5, 2-3;
Mt 1, 22-23). Ella sobresale entre los humildes y pobres del
Señor, que confiadamente esperan y reciben de El la salvación.
Finalmente, con ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada
espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se instaura
la nueva economía, al tomar de ella la naturaleza humana el Hijo de
Dios, a fin de librar al hombre del pecado mediante los misterios de su
humanidad.
56. Pero el Padre de la misericordia quiso que precediera a la
encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para que de esta
manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer
contribuyese a la vida. Lo cual se cumple de modo eminentísimo en la
Madre de Jesús por haber dado al mundo la Vida misma que renueva todas
las cosas y por haber sido adornada por Dios con los dones dignos de un
oficio tan grande. Por lo que nada tiene de extraño que entre los Santos
Padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente
santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva
criatura por el Espíritu Santo [176].
Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor
de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de
Dios, es saludada por el ángel de la Anunciación como «llena de gracia»
(cf. Lc 1, 28), a la vez que ella responde al mensajero
celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»
(Lc 1, 38).
Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió
en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de
pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como
esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con
diligencia al misterio de la redención con El y bajo El, con la gracia
de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los Santos Padres que
María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino
que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres.
Como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de salvación
para sí misma y para todo el género humano» [177].
Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él en su
predicación que «el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la
obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad,
fue desatado por la virgen María mediante su fe» [178];
y comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes»[179],
afirmando aún con mayor frecuencia que «la muerte vino por Eva, la vida
por María» [180].
57. Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se
manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su
muerte. En primer lugar, cuando María, poniéndose con presteza en camino
para visitar a Isabel, fue proclamada por ésta bienaventurada a causa de
su fe en la salvación prometida, a la vez que el Precursor saltó de gozo
en el seno de su madre (cf. Lc 1, 41-45); y en el nacimiento,
cuando la Madre de Dios, llena de gozo, presentó a los pastores y a los
Magos a su Hijo primogénito, que, lejos de menoscabar, consagró su
integridad virginal [181].
Y cuando hecha la ofrenda propia de los pobres lo presentó al Señor en
el templo y oyó profetizar a Simeón que el Hijo sería signo de
contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre, para que
se descubran los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2,
34-35). Después de haber perdido al Niño Jesús y haberlo buscado con
angustia, sus padres lo encontraron en el templo, ocupado en las cosas
de su Padre, y no entendieron la respuesta del Hijo. Pero su Madre
conservaba todo esto en su corazón para meditarlo (cf. Lc 2,
41-51).
58. En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya
desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a
misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de
Jesús Mesías (cf. Jn 2, 1-11). A lo largo de su predicación
acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el reino por encima de
las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó
bienaventurados (cf. Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que
escuchan y guardan la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente (cf.
Lc 2, 29 y 51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la
peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta
la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida
(cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y
asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo
amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había
engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante
en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a
tu hijo» (cf. Jn 19,26-27) [182].
59. Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de
la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo,
vemos que los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseveraban
unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de
Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1, 14), y que también
María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la
Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra. Finalmente, la
Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original [183],
terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a
la gloria celestial [184]
y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se
asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap
19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte [185].
III. La Santísima Virgen y la Iglesia
60. Uno solo es nuestro Mediador según las palabra del Apóstol:
«Porque uno es Dios, y uno también el Mediador entre Dios y los hombres,
el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de
todos» (1 Tm 2, 5-6). Sin embargo, la misión maternal de María
para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta
mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder.
Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres
no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de
la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de
éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y,
lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la
fomenta.
61. La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como
Madre de Dios juntamente con la encarnación del Verbo, por disposición
de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino
Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás
criaturas y humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo,
engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo,
padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma
enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la
esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida
sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la
gracia.
62. Esta maternidad de María en la economía de gracia perdura sin
cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la
Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la
consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos,
no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión
continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna [186].
Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía
peregrinan y hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a
la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es
invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro,
Mediadora [187]. Lo cual,
embargo, ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada a la
dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador [188].
Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y
Redentor; pero así como el sacerdocio Cristo es participado tanto por
los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de formas diversas, y
como la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las
criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino
que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada
de la única fuente.
La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la
experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles,
para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor
intimidad al Mediador y Salvador.
63. La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la
maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y
dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya
enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden
de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo [189].
Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también
madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma
eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre [190].
Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y
sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como una
nueva Eva, que presta su fe exenta de toda duda, no a la antigua
serpiente, sino al mensajero de Dios, dio a luz al Hijo, a quien Dios
constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8,29), esto
es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno.
64. La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su
caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también
madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la
predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los
hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es
igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al
Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del
Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza
sólida y una caridad sincera [191].
65. Mientas la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la
perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef
5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo
enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que
resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los
elegidos. La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola
a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo
en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su
Esposo. Pues María, que por su íntima participación en la historia de la
salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de
la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo,
a su sacrificio y al amor del Padre. La Iglesia, a su vez, glorificando
a Cristo, se hace más semejante a su excelso Modelo, progresando
continuamente en la fe, en la esperanza y en la caridad y buscando y
obedeciendo en todo la voluntad divina. Por eso también la Iglesia, en
su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo,
concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también
nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles. La
Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es
necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica
de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres.
IV. El culto de la Santísima Virgen en la Iglesia
66. María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su Hijo, por
encima de todos los ángeles y de todos los hombres, por ser Madre
santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, es
justamente honrada por la Iglesia con un culto especial. Y, ciertamente,
desde los tiempos más antiguos, la Santísima Virgen es venerada con el
título de «Madre de Dios», a cuyo amparo los fieles suplicantes se
acogen en todos sus peligros y necesidades [192].
Por este motivo, principalmente a partir del Concilio de Efeso, ha
crecido maravillosamente el culto del Pueblo de Dios hacia María en
veneración y en amor, en la invocación e imitación, de acuerdo con sus
proféticas palabras: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mi maravillas el Poderoso» (Lc 1, 48-49). Este
culto, tal como existió siempre en la Iglesia., a pesar de ser
enteramente singular, se distingue esencialmente del culto de adoración
tributado al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo,
y lo favorece eficazmente, ya que las diversas formas de piedad hacia la
Madre de Dios que la Iglesia ha venido aprobando dentro de los limites
de la doctrina sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de
tiempos y lugares y teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser
de los fieles, hacen que, al ser honrada la Madre, el Hijo, por razón
del cual son todas las cosas (cf. Col 1, 15-16) y en el que plugo
al Padre eterno «que habitase toda la plenitud» (Col 1,19), sea
mejor conocido, amado, glorificado, y que, a la vez, sean mejor
cumplidos sus mandamientos.
67. El santo Concilio enseña de propósito esta doctrina católica y
amonesta a la vez a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con
generosidad el culto a la Santísima Virgen, particularmente el
litúrgico; que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad
hacia ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos y
que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos pasados fue
decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima
Virgen y de los santos[193].
Y exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la
palabra divina a que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa
exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la
singular dignidad de la Madre de Dios [194].
Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y
Doctores y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del
Magisterio, expliquen rectamente los oficios y los privilegios de la
Santísima Virgen, que siempre tienen por fin a Cristo, origen de toda
verdad, santidad y piedad. En las expresiones o en las palabras eviten
cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a error a los hermanos
separados o a cualesquiera otras personas acerca de la verdadera
doctrina de la Iglesia. Recuerden, finalmente, los fieles que la
verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y
transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe
auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios,
que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de
sus virtudes.
V. María, signo de esperanza cierta y de consuelo para el Pueblo
peregrinante de Dios
68. Mientras tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que,
glorificada ya en los cielos en cuerpo y en alma, es imagen y principio
de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así
en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como
signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del
Señor (cf. 2 P 3,10).
69. Es motivo de gran gozo y consuelo para este santo Concilio el que
también entre los hermanos separados no falten quienes tributan el
debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los
Orientales, que concurren con impulso ferviente y ánimo devoto al culto
de la siempre Virgen Madre de Dios [195].
Ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y
Madre de los hombres para que ella, que ayudó con sus oraciones a la
Iglesia naciente, también ahora, ensalzada en el cielo por encima de
todos los ángeles y bienaventurados, interceda en la comunión de todos
los santos ante su Hijo hasta que todas las familias de los pueblos,
tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía
desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y
concordia, en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e
indivisible Trinidad.
Todas y cada una de las cosas establecidas en esta Constitución
dogmática han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto
Concilio. Y Nos, con la potestad apostólica que nos ha sido conferida
por Cristo, juntamente con los venerables Padres, las aprobamos,
decretamos y estatuimos en el Espíritu Santo, y ordenamos que lo así
decretado conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, día 21 de noviembre de 1964.
Yo, Pablo, Obispo de la Iglesia católica.
DE LAS ACTAS DEL SANTO CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO
II
NOTIFICACIONES
hechas por el excelentísimo secretario general del concilio
en la congregación general 123, del día 16 de noviembre de 1964
Se ha preguntado cuál debe ser la calificación teológica de la
doctrina expuesta en el esquema De Ecclesia que se somete a
votación.
La Comisión Doctrinal ha respondido a la pregunta, al examinar los
Modos referentes al capítulo tercero del esquema De Ecclesia,
con estas palabras:
«Como salta a la vista, el texto del Concilio debe interpretarse
siempre de acuerdo con las normas generales de todos conocidas».
En esta ocasión, la Comisión Doctrinal remite a su Declaración
del 6 de marzo de 1964, cuyo texto transcribimos aquí:
«Teniendo en cuenta la práctica conciliar y el fin pastoral del
presente Concilio, este santo Sínodo precisa que en la Iglesia solamente
han de mantenerse como materias de fe o costumbres aquellas cosas que él
declare manifiestamente como tales.
Todo lo demás que el santo Sínodo propone, por ser doctrina del
Magisterio supremo de la Iglesia, debe ser recibido y aceptado por todos
y cada uno de los fieles de acuerdo con la mente del santo Sínodo, la
cual se conoce, bien por el tema tratado, bien por el tenor de la
expresión verbal, de acuerdo con las reglas de la interpretación
teológica».
Por mandato de la autoridad superior se comunica a los Padres una
nota explicativa previa a los Modos referentes al capítulo tercero del
esquema De Ecclesia. De acuerdo con la mente y el sentido de esa
nota debe explicarse e interpretarse la doctrina expuesta en ese misino
capítulo tercero.
NOTA EXPLICATIVA
PREVIA
«La Comisión ha decidido poner al frente del examen de los Modos
las siguientes observaciones generales:
1.ª El término Colegio no se entiende en sentido
estrictamente jurídico, es decir, como una asamblea de iguales que
delegan su potestad en su propio presidente, sino como una asamblea
estable, cuya estructura y autoridad deben deducirse de la Revelación.
Por este motivo, en la respuesta al Modo 12 se dice explícitamente de
los Doce que el Señor los constituyó «a manera de colegio o asamblea
estable». Véase también el Modo 53, c.—PoR la misma razón se aplican
también con frecuencia al Colegio de los Obispos las palabras Orden
o Cuerpo. El paralelismo entre Pedro y los demás Apóstoles, por
una parte, y el Sumo Pontífice y los Obispos, por otra, no implica la
transmisión de la potestad extraordinaria de los Apóstoles a sus
sucesores, ni, como es evidente, la igualdad entre la Cabeza y
los miembros del Colegio, sino sólo la proporcionalidad entre la
primera relación (Pedro-Apóstoles) y la segunda (Papa-Obispos). Por
esto, la Comisión determinó escribir en el n.22: no por la misma,
sino por semejante razón. Cf. Modo 57.
2.a Uno se convierte en miembro del Colegio en
virtud de la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la
Cabeza y con los miembros del Colegio. Cf. n.22 § 1 al final.
En la consagración se da una participación ontológica
de los ministerios sagrados, como consta, sin duda alguna, por la
Tradición, incluso la litúrgica. Se emplea intencionadamente el término
ministerios y no la palabra potestades, porque esta última
palabra podría entenderse como potestad expedita para el ejercicio.
Mas para que de hecho se tenga tal potestad expedita es necesario que se
añada la determinación canónica o jurídica por parte de la
autoridad jerárquica. Esta determinación de la potestad puede consistir
en la concesión de un oficio particular o en la asignación de súbditos,
y se confiere de acuerdo con las normas aprobadas por la suprema
autoridad. Esta ulterior norma está exigida por la misma naturaleza
de la materia, porque se trata de oficios que deben ser ejercidos
por muchos sujetos, que cooperan jerárquicamente por voluntad de
Cristo. Es evidente que esta «comunión» en la vida de la Iglesia
fue aplicada, según las circunstancias de los tiempos, antes de que
fuese como codificada en el derecho.
Por esto se dice expresamente que se requiere la comunión
jerárquica con la Cabeza y con los miembros de la Iglesia. La
comunión es una noción muy estimada en la Iglesia antigua (como
sucede también hoy particularmente en el Oriente). Su sentido no es el
de un afecto indefinido, sino el de una realidad orgánica,
que exige una forma jurídica y que, a la vez, está animada por la
caridad. Por esto la Comisión determinó, casi por unanimidad, que debía
escribirse «en comunión jerárquica». Cf. Modo 40, y también lo
que se dice sobre la misión canónica en el n.24.
Los documentos de los Sumos Pontífices contemporáneos sobre la
jurisdicción de los Obispos deben interpretarse de esta necesaria
determinación de potestades.
3.a Del Colegio, que no existe sin la Cabeza, se afirma
que «es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la
Iglesia universal». Lo cual debe admitirse necesariamente para no poner
en peligro la plenitud de la potestad del Romano Pontífice. Porque el
Colegio comprende siempre y necesariamente a su Cabeza, la cual
conserva en el Colegio íntegramente su oficio de Vicario de Cristo y de
Pastor de la Iglesia universal. En otras palabras: la distinción no
se establece entre el Romano Pontífice y los Obispos colectivamente
considerados, sino entre el Romano Pontífice separadamente y el Romano
Pontífice junto con los Obispos. Por ser el Sumo Pontífice la Cabeza
del Colegio, puede realizar por sí solo algunos actos que de ningún modo
competen a los Obispos; por ejemplo, convocar y dirigir el Colegio,
aprobar las normas de acción, etc. Cf. Modo 81. Pertenece al juicio del
Sumo Pontífice, por haberle sido confiado el cuidado de todo el rebaño
de Cristo, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia, que varían en
el transcurso de los tiempos, determinar el modo conveniente de
actualizar ese cuidado, sea de modo personal, sea de manera colegial. El
Romano Pontífice, para ordenar, promover, aprobar el ejercicio colegial,
con la mirada puesta en el bien de la Iglesia, procede según su propia
prudencia.
4.a El Sumo Pontífice, como Pastor supremo de la Iglesia,
puede ejercer libremente su potestad en todo tiempo, como lo exige su
propio ministerio. En cambio, el Colegio, aunque exista siempre, no por
eso actúa de forma permanente con acción estrictamente colegial,
como consta por la Tradición de la Iglesia. En otras palabras: no
siempre se halla «en plenitud de ejercicio». Es más: actúa con acción
estrictamente colegial sólo a intervalos y con el consentimiento de
su Cabeza. Y se dice «con el consentimiento de su Cabeza»,
para que no se piense en una dependencia, por así decirlo, de un
extraño; el término «consentimiento» evoca, por el contrario, la
comunión entre la Cabeza y los miembros e incluye la necesidad del
acto, que compete propiamente a la Cabeza. Se afirma esto
explícitamente en el n.22 § 2, y se explica allí mismo, al final. La
fórmula negativa «sólo» abarca todos los casos; por lo que es
evidente que las normas aprobadas por la autoridad suprema deben
observarse siempre. Cf. Modo 84.
Es claro en todos los casos que se trata de la unión de los
Obispos con su Cabeza, y nunca de la acción de los Obispos
independientemente del Papa. En este caso, al faltar la acción de la
Cabeza, los Obispos no pueden actuar a modo de Colegio, como es
manifiesto por la noción de «Colegio». Esta comunión jerárquica de todos
los Obispos con el Sumo Pontífice es cosa ciertamente indiscutible en la
Tradición».
N. B.—Sin la comunión jerárquica no puede ejercerse el
ministerio sacramental-ontológico, que debe distinguirse del aspecto
canónico-jurídico. Sin embargo, la Comisión ha juzgado que no debía
ocuparse de las cuestiones acerca de la licitud y la validez,
que se dejan a la discusión de los teólogos, en particular lo referente
a la potestad que de hecho se ejerce entre los Orientales separados, y
sobre cuya explicación existen diversas opiniones
Pericles Felici
Arzobispo titular de Samosata,
Secretario general del S. Concilio ecuménico Vaticano II
* Constitución promulgada en la sesión pública del 21
de noviembre de 1964.
NOTAS
[1] Cf. San Cipriano,
Epist. 64, 4; PL 3, 1.017. CSEL (Hartel) III B. p. 720 San Hilario
Pict., In Mt., 23, 6: PL 9, 1.047. San Agustín, passim.
San Cirilo Alej., Glaph. in Gen. 2, 10: PG 69, 110A.
[2] Cf. San Gregorio M.,
Hom. in Evang., 19, 1: PL 76 1.154 B. San Agustín, Serm.,
341, 9, 11: PL 39, 1.499 s. San J. Damasceno, Adv. iconocl., 11:
PG 96, 1357.
[3] Cf. San Ireneo,
Adv. Haer., III, 24, 1; PG 7, 966. Harvey, 2, 131: ed. Sagnard.
Sources Chr., p. 398.
[4] San Cipriano, De
Orat. Dom., 23: PL 4, 553. Hartel, III A. p. 285. San Agustín,
Serm., 71, 20, 53: PL 38, 463 s. San J. Damasceno, Adv. iconocl.,
12: PG 96, 1358D.
[5] Cf. Orígenes. In
Mt., 16, 21: PG 13, 1.443C; Tertuliano, Adv. Mar., 3, 7: PL
2, 357C: CSEL 47, 3, p. 386. Para los documentos litúrgicos, cf.
Sacramentarium Gregorianum: PL 76, 160B; o bien C. Mohlberg,
Liber Sacramentorum Romanae Ecclesiae, Roma, 1960, p. 111 XC: «Deus
qui ex omni coaptatione sanctorum aeternum tibi condis habitaculum...».
El himno Urbis Ierusalem beata, en el Breviario monástico, y
Caelestis urbs Ierusalem, en el Breviario Romano.
[6] Cf. Santo Tomás,
Summa Theol., III, q. 62, a. 5, ad 1.
[7] Cf. Pío XII, enc.
Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), p. 208.
[8] Cf. León XIII, enc.
Divinum illud, 9 mayo 1897: AAS 29 (1896-1807), p. 650. Pío XII,
enc. Mystici Corporis, l. c., pp. 219-220. Denz., 2.288 (3807),
San Agustín, Serm., 268, 2: PL 38, 1232, y en otros sitios; San
J. Crisóstomo, In Eph. Hom., 9, 3: PG 62, 72. Dídimo Alej.,
Trin., 2, 1: PG 39, 449 s.; Santo Tomás, In Col., 1, 18,
lect. 5; ed. Marietti, II, n. 46: «Así como se constituye un solo cuerpo
por la unidad del alma, así la Iglesia por la unidad del Espíritu...».
[9] León XIII, enc.
Sapientiae christianae, 10 jun. 1890: ASS 22 (1889-90), p. 392; Id.
enc.
Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), pp. 710 y 724ss;
Pío XII, enc. Mystici Corporis, l. c., pp. 199-200.
[10] Cf. Pío XII. enc.
Mystici Corporis, l. c., página 221 ss; Id. enc.
Humani generis, 12 agosto 1950: AAS 42 (1950) 571.
[11] León XIII, enc.
Satis cognitum, l. c. p. 713.
[12] Cf. Symbolum
Apostolicum: Denz., 6-9 (10-13): Symb. Nic.-Const.: Denz., 86
(150); col. Prof. fidei Trid.: Denz., 994 y 999 (1862 y 1868).
[13] Se dice «Santa
(católica apostólica) Romana Iglesia»: en Prof. fidei Trid., 1.
c., y Conc. Vat. I. const. dogm. de fe católica Dei Filius:
Denz., 1782 (3001).
[14] San Agustín, De
civ. Dei., XVIII, 51, 2: PL 41, 614.
[15] Cf. San Cipriano,
Epist., 69, 6: PL 3, 1.142B; Hartel, 3B p. 754: «Sacramento
inseparable de unidad».
[16] Cf. Pío XII, aloc.
Magnificate Dominum, 2 nov. 1954: AAS 46 (1954) 669; enc.
Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947) 555.
[17] Cf. Pío XI, enc.
Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928) 171s.; Pio
XII, aloc. Vous nous avez, 22 sept. 1956: AAS 48 (1956) 714.
[18] Cf. Santo Tomás,
Summa Theol., III, q. 63, a. 2.
[19] Cf. San Cirilo
Hieros., Catech. 17, de Spiritu Sancto, II, 35-37: PG 33,
1009-1012. Nic. Cabasilas, De vita in Christo, libro III, "de
utilitate chrismatis". PG 150, 569-580. Santo Tomás, Summa Theol.,
III, q. 65, a. 3 y q. 72, a. 1 y 5.
[20] Cf. Pío XII, enc.
Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), sobre todo 552s.
[21] 1 Co., 7, 7: «Cada
uno tiene de Dios su propio don (idion=carisma): éste uno; aquél, otro».
Cf. San Agustín, De dono persev., 14, 37: PL 45, 1015s: «No sólo
la continencia, sino también la castidad conyugal es don de Dios».
[22] Cf. San Agustín,
De praed. sanct., 14, 27: PL 44, 980.
[23] Cf. San J.
Crisóstomo, In Io., hom. 65, 1: PG 59, 361.
[24] Cf. San Ireneo,
Adv. haer. III, 16, 6; III, 22, 1-3: PG 7, 925C-926A y 958A, Harvey,
2, 87 y 120-123. Sagnard, Ed. Sources Chrét., p. 290-292 y 372ss.
[25] Cf. San Ignacio M.,
Ad Rom., praef.: Ed. Funk, I p.252.
[26] Cf. S. Agustín,
Bapt. c. Donat., V. 28, 39: PL 43, 197: " Es claro que cuando a
propósito de la Iglesia se habla de "dentro" y "fuera" esto se refiere
no al cuerpo sino al corazón". Cf. ib., III, 19, 26: col. 152; V. 18,
24: col. 189; In Io. Tr. 61, 2: PL 35, 1800, y en otros lugares.
[27] Cf. Lc, 12,
48: "Mucho se exigirá al que ha recibido mucho". Cf. también Mt,
5, 19-20: 7, 21-22; 25, 41-46; St, 2, 14.
[28] Cf. León XIII,
cart. apost., Praeclara gratulationis, 20 jun. 1894: ASS 26
(1893-94), p. 707.
[29] Cf. León XIII, enc.
Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-1896), p. 738. Enc.
Caritatis studium, 25 jul. 1898: ASS 31 (1898-1899), p. 11. Pío
XII mensaje radiofón. Nell'alba, 24 dic. 1941: AAS 34 (1942), p.
21.
[30] Cf. Pío XI, enc.
Rerum Orientalium, 8 sept. 1928: AAS 20 (1928) 287. Pío XII, enc.
Orientalis Ecclesiae, 9 abr. 1944: AAS 36 (1944), p. 137.
[31] Cf. Instr. S. C. S.
Oficio, 20 dic. 1949: AAS 42 (1950) 142.
[32] Cf. Santo Tomás,
Summa Theol., III, q. 8, a. 3, ad 1.
[33] Cf. Epist., S. C.
S. Oficio al arzobispo de Boston: Denz., 3869-72.
[34] Cf. Eusebio de
Cesar., Praeparatio Evangelica, 1, 1: PG 21, 28AB.
[35] Cf. Benedicto XV,
carta apost.
Maximum illud: AAS 11 (1919) 440, especialmente p. 451 ss. Pío
XI, enc.
Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 68-69; Pío XII, enc.
Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957) 236-237.
[36] Cf. Didaché,
14; ed. Funk, I, p. 32. San Justino Dial., 41:PG 6, 564. San
Ireneo, Adv. Haer., IV, 17, 5: PG 7, 1023; Harvey, 2, pp. 199 s.
Conc. Trid. ses. 22, cap. I: Denz. 939 (1742).
[37] Cf. Conc. Vat. I,
const. dogm. de Ecclesia Christi Pastor aeternus: Denz. 1821
(3.050s.).
[38] Cf. Conc. Flor.,
Decretum pro Graecis: Denz. 694 (1307), y Con. Vat. I, ibid.: Denz.,
1826 (3059).
[39] Cf. Liber
sacramentorum S. Gregorio, Praefacio in Cathedra S. Petri, in
natali S. Mathiae et S. Thomae: PL 78, 50, 51 et 152; cf. Cod. Vat.
Lat 3548, f. 19. San Hiliario, In Ps. 67, 10: PL 9, 450; CSEL,
22, p.286. San Jerónimo, Adv. Iovin. 1, 26: PL 23, 247A. San
Agustín, In Ps.,86, 4: PL 37, 1103. San Gregorio, M., Mor. in
Iob, XXVIII V: PL 76, 455-456. Primasio, Comm. in Ap. V: PL
68, 924BC. Pascasio Radb., In Mt. 1. 8, c. 16: PL 120, 561C. Cf.
León XIII, carta Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888) 321.
[40] Cf. Hech, 6,
2-6; 11, 30; 13, 1; 14, 23; 20, 17; 1 Tes, 5, 12-13; Flp,
1, 1.; Col 4, 11 y passim.
[41] Cf. Hech,
20, 25-27; 2 Tm, 4, 6 s, comparado con 1 Tm, 5, 22; 2
Tm, 2, 2; Tit 1, 5; San Clem. Rom., Ad Cor. 44, 3; ed.
Funk, I, p. 156.
[42] San Clem. Rom.,
Ad Cor. 44, 2; ed. Funk, I, p. 154s.
[43] Cf. Tertul.,
Praescr. haer. 32: PL 2, 52s. S. Ignacio, M., passim.
[44] Cf. Tertul.,
Praescr. haer. 32: PL 2, 63.
[45] Cf. Sam Ireneo,
Adv. haer. III, 3, 1: PG 7, 848A; Harvey, 2, 8; Sagnard, p. 100 s.:
"manifestatam".
[46] Cf. San Ireneo,
Adv. haer. III, 2, 2: PG 7, 847; Harvey, 2, 7; Sagnard, p. 100:
"custoditur"; cf. ib. IV, 26, 2; col. 1053; Harvey, 2, 236, y IV, 33, 8;
col. 1077; Harvey, 2, 262.
[47] San Ign. M.,
Philad. praef.: ed. Funk, I, p. 264.
[48] San Ign. M.,
Philad. 1, 1; Magn. 6, 1; ed. Funk, I, páginas 264 y 234.
[49] San Clemente Rom.,
l. c., 42, 3-4; 44, 3-4; 57, 1-2: ed. Funk, I, 152, 156, 171s. San
Ignacio M., Philad., 2; Smyrn. 8; Magn. 3;
Trall. 7; ed. Funk, I. pp. 265s; 282; 232; 246s, etc. San Justino,
Apol, 1, 65: PG 6, 428; San Cipriano, Epist. passim.
[50] Cf. León XIII, enc.
Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), p. 732.
[51] Cf. Conc. Trid.,
decr. De sacr. Ordinis, c.3 4: Denz. 960 (1768); Conc. Vat. I,
const. Dogm. de Ecclesia Christi Pastor aeternus c. 4: Denz. 1828
(3061). Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35
(1943) 209 y 212. Cod. Iur. Can., 329, § 1.
[52] Cf. León XIII,
epíst. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888) 321s.
[53] Cf. San León M.,
Serm. 5, 3: PL 54, 154.
[54] Conc. Trid., ses.
23, c. 3, cita 2 Tm, 1, 6-7, para demostrar que el orden es
verdadero sacramento: Denz., 959 (1766).
[55] En la Trad.
Apost., 3, ed. Botte, Sources Chrét., pp. 27-30, al obispo se
le atribuye "el primado del sacerdocio". Cf. Sacramentarium Leonianum,
ed. C. Mohlberg, Sacramentarium Veronense (Romae 1955) p. 119:
"para el ministerio del sumo sacerdocio... Completa en tus sacerdotes la
cima del misterio"...: Idem, Liber Sacramentorum Romanae Ecclesiae
(Romae1960) pp. 121-122: "Confiéreles, Señor, la cátedra episcopal para
regir tu iglesia y a todo el pueblo". Cf. PL 78, 224.
[56] Cf. Trad. Apost.,
2, ed. Botte, p. 27.
[57] Conc. Trid., ses.
23, c. 4, enseña que el sacramento del orden imprime carácter indeleble:
Denz. 960 (1767). Cf. Juan XXIII, aloc. Iubilate Deo, 8 mayo
1960: AAS 52 (1960) 446. Pablo VI, homilía en Bas. Vaticana, 20 octubre
1963: AAS 55 (1963) 1014.
[58] San Cipriano,
Epist. 63, 14 (PL 4, 386; Hartel, III B, p. 713): "el sacerdote hace
las veces de Cristo". San J. Crisóstomo, In 2 Tim. hom., 2, 4 (PG
62, 612): "el sacerdote es símbolo de Cristo". San Ambrosio, In Ps.
38, 25-26: PL 14, 1051-52; CSEL, 64, 203-204. Ambrosiaster, In 1 Tim.
5, 19: PL 17, 479C e In Eph., 4, 11-12: col. 387C. Teodoro Mops.,
Hom. Catech. XV, 21 y 24; ed. Tonneau, p. 497 y 503. Hesiquio
Hieros., In Lev. 2, 9, 23: PG 93, 894B.
[59] Cf. Eusebio,
Hist. Eccl. V, 24, 10: GCS II, 1, p. 495; ed. Bardy. Sources Chrét.
II, p. 69. Dionisio, en Eusebio, ibid., VII, 5, 2: GCS II, 2, p. 638s;
Bardy, II, pp. 168 s.
[60] Cf. sobre los
Concilios antiguos, Eusebio, Hist. Eccl. V, 23-24: GCS II, 1, p.
488 ss.; Bardy, II, p. 66ss, et passim. Conc. Niceno, can., 5;
Conc. Oec. Decr., p. 7.
[61] Tertuliano, De
ieiun., 13: PL 2, 972B; CSEL 20, p.292, lín. 13-16.
[62] San Cipriano,
Epist., 56, 3; Hartel, III B, p. 649; Bayard, p. 154.
[63] Cf. Relatio
oficial de Zinelli, en el Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1.109C.
[64] Cf. Conc. Vat. I,
esquema de la const. dogm. II, De Ecclesia Christi, c. 4: Mansi, 53,
310. Cf. Relatio Kleutgen de schemate reformato: Mansi,
53, 321 B-322 B y la declaración de Zinelli: Mansi, 52, 1110A. cfr.
también San León M., Serm. 4, 3: PL 54, 151A.
[65] Cf. Cod. Iur.
Can. can. 222 y 227.
[66] Cf. Conc. Vat. I.
const. dogm. Pastor aeternus: Denz. 1821 (3050s).
[67] Cf. San Cipriano,
Epist. 66, 8 (Hartel, III, 2 p. 733): "el obispo en la Iglesia y
la Iglesia en el obispo".
[68] Cf. San Cipriano,
Epist. 55, 24 (Hartel, p. 642, lín. 13): "única Iglesia, dividida
en muchos miembros por todo el mundo". Epist. 36, 4: Hartel, p.
575, lín. 20-21.
[69] Cf. Pío XII, enc.
Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957) 237.
[70] Cf. San Hilario
Pict., In Ps. 14, 3: PL 9, 206; CSEL, 22, p. 86. San Gregorio M.,
Moral. IV, 7, 12: PL 75, 643C. Ps. Basilio, In Is. 15,
296: PG 30, 637C.
[71] San Celestino,
Epist. 18, 1-2, ad Conc. Eph.: PL 50, 505AB; Schwartz,
Acta Conc. Oec. I, 1, 1, p. 22. Cf. Benedicto XV. epist. apost.
Maximum illud: AAS 11 (1919) 440. Pío XI, enc.
Rerum Ecclesiae, 28 febr. 1926: AAS 18 (1926) 69. Pío XII, enc.
Fidei Donum, l. c.
[72] León XIII, enc.
Grande munus, 30 sept. 1880: AAS 13 (1880) 145. Cf. Cod. Iur.
Can. can. 1327; can. 1350 § 2.
[73] Sobre los derechos
de las Sedes patriarcales, cf. Conc. Niceno, can. 6 de Alexandria et
Antiochia, y can. 7 de Hierosolymis: Conc. Oec. Decr.,
p. 8. Conc. Later. IV, año 1215, constit. V: De dignitate
Patriarcharum: ibid., p. 212, Conc. Ferr.-Flor.: ibid. p. 504.
[74] Cf. Cod. Iuris
pro Eccl. Orient., can. 216-314: «de Patriarchis»; can. 324-339: «de
Archiepiscopis maioribus»; can. 362-391: «de aliis dignatariis»,
especialmente los can. 238 § 3; 216.
240. 251. 255: «de Episcopis a Patriarcha nominadis.
[75] Cf. Conc. Trid.,
decr. De reform. ses. 5 can. 2 n. 9 y ses. 24 can. 4: Conc.
Oec., Decr., p. 645 y 739.
[76] Cf. Conc. Vat. I.
const. dogm. Dei Filius, 3: Denz. 1712 (3011). Cf. nota al
esquema I De Eccl. (tomada de San Rob. Belarmino): Mansi, 51,
579C; también el esquema reformado de la constitución II De Ecclesia
Christi con el comentario de Kleutgen: Mansi, 53, 313AB, Pío IX
epíst. Tuas libenter: Denz., 1638 (2879).
[77] Cf. Cod. Iur.
Can., can. 1322-1323.
[78] Cf. Conc. Vat. I.
const. dogm. Pastor aeternus: Denz., 1839 (3074).
[79] Cf. la exposición
de Gasser al Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1213AC.
[80] Cf. Gasser, ibid.:
Mansi, 1214A.
[81] Cf. Gasser, ibid.:
Mansi, 1215CD, 1216-1217A.
[82] Gasser, ib.: Mansi,
1213.
[83] Conc. Vat. I.
const. dogm. Pastor aeternus, 4: Denz. 1836 (3070).
[84] Oración de la
consagración episcopal en el rito bizantino: Euchologion to mega
(Romae 1873) p. 139.
[85] Cf. San Ignacio M.,
Smyrn. 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.
[86] Cf. Hch 8,
1; 14, 22-23; 20, 17 y passim.
[87] Oración mozárabe:
PL 96, 759 B.
[88] Cf. San Ignacio M.,
Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.
[89] Santo Tomás,
Summa Theol., III, q. 73, a. 3.
[90] Cf. San Agustín,
C. Faustum, 12, 20; PL 42, 265; Serm., 57, 7: PL 38, 389,
etc.
[91] San León M.,
Serm. 63, 7: PL 54, 357C.
[92] Cf. Traditio
Apostolica Hippolity, 2-3; ed. Botte, p. 26-30.
[93] Cf. el texto de
examen al comienzo de la consagración episcopal, y la oración
al final de la misa de dicha consagración, después del Te Deum.
[94] Benedicto XIV,
breve Romana Ecclesia, 5 oct. 1752, § 1: Bullarium Benedicti
XIV, t. IV (Romae 1758) 21: "El obispo es figura de Cristo y vicario
del mismo". Pío XII enc. Mystici Corporis, l. c., p. 21: "Cada
obispo apacienta y rige en nombre de Cristo el rebaño particular que se
le ha confiado".
[95] Cf. León XIII. enc.
Satis cognitum, 29 jun. 1896: AAS 28 (1895-96) 732. Id. epíst.
Officio sanctissimo, 22 dic. 1887: AAS 20 (1887) 264. Pío IX,
carta apost. ad Episcopos Germaniae, 12 marzo 1875, y aloc. consist. 15
marzo 1875: Denz. 2113-3117, en la nueva ed. solamente.
[96] Cf. Conc. Vat. I,
const. dogm. Pastor aeternus 3: Denz. 1828 (3061). Cf. la
Relatio de Zinelli: Mansi, 52, 1114D.
[97] Cf. S. Ignacio M.,
Ad Ephes. 5, 1: ed. Funk, I, p. 216.
[98] Cf. S. Ignacio M.,
Ad Ephes. 5, 1: ed. Funk, 1, p. 218.
[99] Cf. Conc. Trid.,
De sacr. Ordinis, c. 2: Denz. 958 (1765) y can. 6: Denz., 966
(1776).
[100] Cf. Inocencio I,
Epist. ad Decentium: PL 20, 554A: Mansi, 3, 1029; Denz., 98
(215): "Los presbíteros, aunque son sacerdotes segundos, no tienen, sin
embargo, la cima del pontificado". San Cipriano, Epist. 61, 3:
ed. Hartel, p. 696.
[101] Cf. Conc. Trid.,
l.c.: Denz., 956a-968 (1763-1778), y especialmente el can. 7: Denz., 967
(1777). Pío XII, const. apost. Sacramentum Ordinis: Denz., 2301
(3857-61).
[102] Cf. Inocencio I,
l. c. San Gregorio Nac., Apol. II, 22: PG 35, 432B. Ps.-Dionisio,
Eccl. Hier., 1, 2: PG 3, 372D.
[103] Cf. Conc. Trid.,
ses. 22: Denz. 940 (1743). Pío XII, enc. Mediator Dei, 20 nov.
1947: AAS 39 (1947) 553. Denz. 2300 (3850).
[104] Cf. Conc. Trid.,
ses. 22: Denz., 938 (1.739-40). Concilio Vaticano II, const. sobre la
sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, n. 7 y n. 47: AAS 56 (1964) 100-103
[105] Cf. Pío XII,
enc. Mediator Dei, l. c., n. 67.
[106] Cf. San
Cipriano, Epist. 11, 3: PL 4, 242B: Hartel, II 2, p. 497.
[107] Cf.
Pontifical Romano, ordenación de los presbíteros , en la imposición
de los ornamentos.
[108] Cf.
Pontifical Romano, ordenación de los presbíteros, en el prefacio.
[109] Cf. San Ignacio
M., Philad. 4: ed. Funk, I, p. 266. San Cornelio I, en San
Cipriano, Epist. 48, 2: Hartel, III, 2. p. 610.
[110]
Constitutiones Ecclesiae aegyptiacae III, 2: ed. Funk, Didascalia,
II, p. 103. Statuta Eccl. Ant. 37-41: Mansi, 3, 954.
[111] San Policarpo,
Ad Phil. 5, 2 (ed. Funk, I, p. 300): Cristo es llamado "el
diácono constituido para todos". Cf. Didaché 15, 1: ibid., p. 32.
San Ignacio M., Trall. 2, 3: ibid., p. 242. Constitutiones
Apostolorum, 8. 28, 4: ed. Funk, Didascalia I, p. 530.
[112] San Agustín,
Serm. 340, 1: PL 38, 1483.
[113] Cf. Pío XI, enc.
Quadragesimo anno, 15 mayo 1931: AAS 23 (1931) 221s. Pío XII,
aloc. De quelle consolation, 14 oct. 1951: AAS 43 (1951) 790s.
[114] Cf. Pío XII.
aloc. Six ans se sont écoulés, 5 oct. 1957: AAS 49 (1957) 927.
[115] Misal Romano,
del Prefacio de la fiesta de Cristo Rey.
[116] Cf. León XIII,
enc.
Immortale Dei, 1 nov. 1885: AAS 18 (1885) 166ss. Id. enc.
Sapientiae christianae, 10 enero 1890: ASS 22 (1889-90) 397ss. Pío
XII. aloc. Alla vostra filiale, 23 marzo 1958: AAS 50 (1958) 220:
"la legitima sana laicità dello Stato".
[117] Cf. Cod. Iur.
Can. can. 682.
[118] Cf. Pío XII,
aloc. De quelle consolation, l. c., p. 789: "En las batallas
decisivas, es muchas veces del frente, de donde salen las más felices
iniciativas...". Id. aloc.
L'importance de la presse catholique, 17 febr. 1950: AAS 42
(1950) 256.
[119] Cf. 1 Tes,
5, 19 y 1 Jn, 4, 1.
[120] Epist. ad
Diognetum 6: ed. Funk, I, p. 400. Cf. San Juan Crisóstomo, In Mt.
hom. 46 (47) 2: PG 58, 478, del fermento en la masa.
[121] Misal Romano,
Gloria in excelsis. Cf. Lc, 1, 35; Mc, 1, 24;Lc,
4, 34; Jn, 6, 69 (ho hagios tou Theou); Hch 3, 14;
4, 27 y 30;Heb, 7, 26; 1 Jn, 2, 20; Ap, 3, 7.
[122] Cf. Orígenes,
Comm. Rom. 7, 7: PG 14, 1122B. Ps.- Macario, De Oratione, 11:
PG 34, 861AB. Santo Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 3.
[123] Cf. San Agustín,
Retract. II, 18: PL 32, 637s. Pío XII, enc. Mystici Corporis,
29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 225.
[124] Cf. Pío XI, enc.
Rerum omnium, 26 enero 1923: AAS 15 (1923)50 y 59-60: enc.
Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930) 548. Pío XII, const.
apost.
Provida Mater, 2 febr. 1947; AAS 39 (1947) 117; aloc. Annus
sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951) 27-28; aloc. Nel darvi, 1
jul. 1956: AAS 48 (1956) 574s.
[125] Cf. Santo Tomás,
Summa Theol., II-II, q. 184, a. 5 y 6. De perf. vitae spir.
c. 18. Orígenes, In Is. hom., 6, 1: PG 13, 239.
[126] Cf. San Ignacio
M., Magn. 13, 1: ed. Funk, I p. 241.
[127] Cf. S. Pío X,
exhort., Haerent animo, 4 agos. 1908: AAS 41 (1908) 560s. Cod.
Iur Can. can. 124. Pío XI. enc.
Ad catholici sacerdotii, 20 dic. 1935: AAS 28 (1936) 22.
[128] Cf. Pontifical
Romano, De ordinatione presbyterorum, en la Exhortación inicial.
[129] Cf. S. Ignacio
M., Trall. 2, 3: ed. Funk, I p.244.
[130] Cf. Pío XII,
aloc. Sous la maternelle protection, 9 dic. 1957: AAS 50 (1958)
36.
[131] Pío XI, enc.
Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930) 548s. San Juan
Crisóstomo, In Ephes. hom., 20, 2: PG 62, 136ss.
[132] Cf. San Agustín,
Enchir. 121, 32: PL 40, 288. Santo Tomás, Summa Theol.
II-II, q. 184, a. 1. Pío XII, exhort. apost.
Menti nostrae, 23 sept. 1950: AAS 42 (1950) 660.
[133] Sobre los
consejos en general, cf. Orígenes, Comm. Rom. X 14: PG 14, 1275B.
San Agustín, De S. virginitate, 15, 15: PL 40, 403. Santo Tomás,
Summa Theol., I-II, q. 100, a. 2c (al final); II-II, q. 44, a. 4, ad
3.
[134] Sobre la
excelencia de la sagrada virginidad, cf. Tertuliano, Exhort. cast.
10: PL 2, 925C. San Cipriano, Hab. virg., 3 y 22: PL 4, 443B y
461 As. San Atanasio (?), De virg.: PG 28, 252ss. San J.
Crisóstomo, De virg.: PG 48, 533ss.
[135] Sobre la pobreza
espiritual cf. Mt 5, 3 y 19, 21; Mc 10, 21, Lc 18,
22. Sobre la obediencia se aduce el ejemplo de Cristo en Jn 4, 4
y 6, 38; Flp 2, 8-10; Hb 10, 5-7. Los Santo Padres y los
fundadores de las Órdenes ofrecen textos abundantes.
[136] Sobre la
práctica efectiva de los consejos, que no se imponen a todos, cf. San J.
Crisóstomo In Mt. hom., 7, 7: PG 57, 81s. San Ambrosio, De
viduis, 4, 23: PL 16, 241s.
[137] Cf. Rosweydus,
Vitae Patrum, (Amberes, 1628), Apophtegmata Patrum: PG 65.
Paladio, Historia Lausiaca: PG 34, 995ss.: ed. C. Butler,
Cambridge, 1898 (1904). Pío XI, const. apost. Umbratilem, 8 jul.
1924: AAS 16 (1924) 386-387. Pío XII, aloc. Nous sommes heureux,
11 abr. 1958: AAS 50 (1958) 283.
[138] Pablo VI, aloc.
Magno gaudio, 23 mayo 1964: AAS 56 (1964) 566.
[139] Cf. Cod. Iur.
Can. can 487 y 488, 4º. Pío XII. aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950:
AAS 43 (1951) 27s. Id. const. apost.
Provida Mater, 2 febr. 1947: AAS 39 (1947) 120ss.
[140] Pablo VI, l.c.,
p. 567.
[141] Cf. Santo Tomás,
Summa Theol. II-II, q. 184, a 3 y q. 188 a. 2. San Buenaventura,
Opusc. XI, Apologia Pauperum, c. 3, 3: ed. Opera Quaracchi, t. 8
(1898) p. 245a.
[142] Cf. Conc. Vat.
I, esquema De Ecclesia Christi, c. 15, y anot. 48: Mansi, 51,
549s y 619s. León XII, epist. Au milieu des consolations, 23 dic.
1900: AAS 33 (1900-01) 361. Pío XII, const. apost.
Provida Mater, l. c., p. 114s.
[143] Cf. León XIII,
const. Romanos Pontifices, 8 mayo 1881: AAS 13 (1880-81) 483. Pío
XII, aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951) 28s.
[144] Cf. Pío XII,
aloc. Annus sacer, l.c., p. 28. Id., const. apost. Sedes
Sapientiae, 21 mayo 1956: AAS 48 (1956) 355. Pablo VI, aloc.
Magno gaudio, 23 mayo 1964: AAS 56 (1964) 570-571.
[145] Cf. Pío XII,
enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 214 s.
[146] Cf. Pío XII,
aloc. Annus sacer, l. c., p. 30; aloc. Sous la maternelle
protection, 9 dic. 1957: AAS 50 (1958) 39s.
[147] Conc.
Florentino, Decretum pro Graecis: Denz. 693 (1305).
[148] Además de los
documentos más antiguos contra todas las formas de evocación de los
espíritus, desde Alejandro IV (27 septiembre 1258), cf. S. C. S. Oficio,
De magnetismi abusu, 4 agos. 1856: AAS (1865) 177-178. Denz.
1653-1654 (2823-2825); y la respuesta de la S. C. S. Oficio, 24 abr.
1917: AAS 9 (1917) 268: Denz. 2182 (3642).
[149] Véase la
exposición sintética de esta doctrina paulina en Pío XII, enc.
Mystici Corporis: AAS 35 (1943), 200 y passim.
[150] Cf., v.gr. San
Agustín,Enarr. in Ps. 85, 24: PL 37, 1099. San Jerónimo, Liber
contra Vigilantium 6: PL 23, 344. Santo Tomás, In 4 Sent., d
45, q. 3, a. 2. San Buenaventura, In 4 Sent., d. 45, a. 3. q. 2,
etc.
[151] Cf. Pío XII,
enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 245.
[152] Cf. innumerables
inscripciones en las catacumbas romanas.
[153] Cf. Gelasio I,
Decretal De libris recipiendis 3: PL 59, 160: Denz. 165 (353).
[154] Cf. San Metodio,
Symposion VII, 3: GCS (Bonwetsch) 74.
[155] Cf. Benedicto
XV, Decretum approbationis virtutum in Causa beatificationis et
canonizationis Servi Dei Ioannis Nepomuceni Neumann: AAS 14 (1922)
23; otras aloc de Pío XII «de Sanctis»: Inviti all'eroismo, en
«Discursos y radiomensajes» t. I-3 (Roma 1941-1942) passim; Pío
XII, Discorsi e Radiomessaggi, t. 10, 1949, p. 37-43.
[156] Cf. Pío XII,
enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 581.
[157] Cf. Hb
13, 7; Eccli 44-50; Hb 11, 3-40. Cf. también Pío XII. enc.
Mediator Dei: AAS 39 (1947) 582-583.
[158] Cf. Conc.
Vaticano I, const. de fe católica Dei Filius c. 3: Denz. 1794
(3013).
[159] Cf. Pío XII,
enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 216.
[160] Con relación a
la gratitud hacia los santos, cf. E. Diehl, Inscriptiones latinae
christianae veteres I (Berlín 1925) n. 2008, 2382 y passim.
[161] Conc.
Tridentino, decr. De invocatione... Sanctorum: Denz. 984 (1821).
[162] Brevario Romano.
Invitatorium in festo Sanctorum Omnium.
[163] Cf. v. gr., 2
Tes 1, 10.
[164] Conc. Vaticano
II, const. sobre la liturgia
Sacrosanctum Concilium, c. 5, n. 104: AAS 56 (1964) 125-126.
[165] Cf. Misal Romano
canon de la misa romana.
[166] Cf. Conc. Niceno
II, act. 7: Denz. 302 (600).
[167] Cf. Conc.
Florentino, Decretum pro Graecis: Denz. 693 (1304).
[168] Conc.
Tridentino, decr. De invocatione, veneratione et reliquiis Sanctorum
et sacris imaginibus: Denz. 984-988 (1821-1824); decr De
Purgatorio: Denz., 983 (1820); decr. De iustificatione can.
30: Denz., 840 (1580).
[169] Misal Romano,
del Prefacio concedido a las diócesis de Francia.
[170] Cf. San Pedro
Canisio, Catechismus Maior seu Summa Doctrinae christianae, c. 3
(ed. crit. F. Streicher) I, p. 15-16, n. 44 y p. 100-101, n. 49.
[171] Cf. Conc.
Vaticano II, const. sobre la liturgia
Sacrosanctum Concilium, c. 1, n. 8: AAS 56 (1964) 401.
[172] Símbolo
constantinopolitano: Mansi, 3, 566. Cf. Conc. Efesino, ibid. 4, 1130
(cf. ibid., 2, 665 y 4, 1071); Conc. Calcedonense, ib. 7, 111-116; Conc.
Constantinopolitano II, ibid. 9, 375-396, Misal Romano, en el Credo.
[173] Misal Romano, en
el Canon.
[174] S. Augustín,
De s. virginitate, 6: PL 40, 399.
[175] Cf. Pablo VI,
Alocución en el Concilio, die 4 dic. 1963: AAS 56 (1964) 37.
[176] Cf. San Germán
Const., Hom. in Annunt. Deiparae: PG 98, 328A; In Dorm.,
2, 357. Anastasio Antioch., Serm. 2. de Annunt. 2: PG 89,
1377 AB; Serm. 3, 2: col. 1388C. San Andrés Cret., Can. in B.
V. Nat. 4: PG 97, 1321B; In B. V. Nat. 1, 812A; Hom. in
dorm. 1, 1068C. San Sofronio, Or. 2 in Annunt. 18: PG
87 (3), 3237BD.
[177] San Ireneo,
Ad. haer. III, 22, 4: PG 7, 959 A; Harvey, 2, 123.
[178] San Ireneo,
ibid.; Harvey, 2, 124.
[179] San Epifanio,
Haer. 78, 18: PG 42, 728CD-729AB.
[180] San Jerónimo,
Epist. 22, 21: PL 22, 408. Cf. San Agustín, Serm. 51, 2, 3:
PL 38, 335; Serm. 232, 2: 1108. San Cirilo Jeros., Catech.
12, 15: PG 33, 741AB. San J. Crisóstomo, In Ps. 44, 7: PG 55,
193. San J. Damasceno, Hom. 2 in dorm. B. M. V. 3: PG 96, 728.
[181] Cf. Conc.
Lateranense, año 649, can. 3: Mansi, 10, 1151. San León M., Epist. ad
Flav.: PL 54, 759, Conc. Calcedonense: Mansi, 7, 462. San Ambrosio,
De instit. virg.: PL 16, 320.
[182] Cf. Pío XII,
enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 247-248.
[183] Cf. Pío IX, bula
Ineffabilis, 8 dic. 1854: Acta Pii IX, 1, I, p. 616: Denz., 1641
(2803).
[184] Cf. Pío XII,
const. apost. Munificentissimus, 1 nov. 1950: AAS 42 (1950);
Denz. 2333 (3903). Cf. San J. Damasceno, Enc. in dorm. Dei genitricis
hom. 2 y 3: PG 96, 722-762, en especial 728B. San Germán Constantinop.,
In S. Dei gen. dorm. serm. 1: PG 98 (3), 340-348; serm., 3: 361.
San Modesto Hier., In dorm. SS. Deiparae: PG 86 (2); 3277-3312.
[185] Cf. Pío XII,
enc.
Ad caeli Reginam, 11 oct. 1954: AAS 46 (1954) 633-636; Denz.,
3913ss. Cf. San Andrés Cret., Hom. 3 in dorm. SS. Deiparae: PG
97, 1089-1109. San J. Damasceno, De fide orth. IV, 14: PG94,
1153-1161.
[186] Cf. Kleutgen,
texto reformado De mysterio Verbi incarnati, c. 4: Mansi, 53,
290. Cf. San Andrés Cret., In nat. Mariae, serm. 4: PG 97, 865A.
S. Germán Constantinop., In annunt. Deiparae: PG 98, 321BC. In
dorm. Deiparae, III: 361D. San J. Damasceno, In dorm. B. V.
Mariae hom. 1, 8: PG 96, 712BC-713A.
[187] Cf. León XIII,
enc. Adiutricem populi, 5 sept. 1895: AAS 15 (1895-96) 303. San
Pío X, enc. Ad diem illum, 2 febr. 1904: Acta I, p. 154; Denz.
1978a (3370). Pío XI, enc.
Miserentissimus, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928) 178. Pío XII,
mensaje radiof., 13 mayo 1946: AAS 38 (1964) 266.
[188] San Ambrosio,
Epist. 63: PL 16, 1218.
[189] San Ambrosio,
Expos. Lc. II 7: PL 15, 1555.
[190] Cf. Ps.-Pedro
Dam., Serm. 63: PL 144, 861AB. Godofredo de San Víctor, In
nat. B. M., ms. París, Mazarine, 1002 fol. 109r. Gerhohus Reich.
De gloria et honore Filii hominis, 10: PL 194, 1105AB.
[191] San Ambrosio,
Expos. Lc. II 7 y X 24-25: PL 15, 1555 y 1810. San Agustín, In
Io. Tr., 13, 12: PL 35, 1499. Cf. Serm. 191, 2, 3: PL 38,
1010, etc. Cf. también Ven. Beda, In Lc. expos. I, c. 2: PL 92,
330. Isaac de Stella, Serm. 51: PL 194, 1863A.
[192] Cf. Breviario
Romano, antífona «Sub tuum praesidium», de las primeras vísperas del
Oficio Parvo de la Santísima Virgen.
[193] Cf. Conc. Niceno
II, año 187: Mansi, 13, 378-379; Denz. 302 (600-601). Conc. Trident.,
ses. 25: Mansi, 33, 171-172.
[194] Cf. Pío XII,
mensaje radiof., 24 oct. 1954: AAS 46 (1954) 679; enc.
Ad caeli Reginam, 11 oct. 1954: AAS 46 (1954) 637.
[195] Cf. Pío XI, enc.
Ecclesiam Dei, 12 nov. 1923: AAS 15 (1923) 581. Pío XII, enc.
Fulgens corona, 8 sept. 1953: AAS 45 (1953), 590-591. |