EL DERECHO DE LA PERSONA Y DE LAS COMUNIDADES
A LA LIBERTAD SOCIAL Y CIVIL EN MATERIA RELIGIOSA
1. Los hombres de nuestro tiempo se hacen cada vez más conscientes de
la dignidad de la persona humana, y aumenta el número de aquellos que
exigen que los hombres en su actuación gocen y usen del propio criterio
y libertad responsables, guiados por la conciencia del deber y no
movidos por la coacción. Piden igualmente la delimitación jurídica del
poder público, para que la amplitud de la justa libertad tanto de la
persona como de las asociaciones no se restrinja demasiado. Esta
exigencia de libertad en la sociedad humana se refiere sobre todo a los
bienes del espíritu humano, principalmente a aquellos que pertenecen al
libre ejercicio de la religión en la sociedad. Secundando con diligencia
estos anhelos de los espíritus y proponiéndose declarar cuán conformes
son con la verdad y con la justicia, este Concilio Vaticano estudia la
sagrada tradición y la doctrina de la Iglesia, de las cuales saca a la
luz cosas nuevas, de acuerdo siempre con las antiguas.
En primer lugar, profesa el sagrado Concilio que Dios manifestó al
género humano el camino por el que, sirviéndole, pueden los hombres
salvarse y ser felices en Cristo. Creemos que esta única y verdadera
religión subsiste en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el
Señor Jesús confió la misión de difundirla a todos los hombres, diciendo
a los Apóstoles: "Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a
observar todo cuanto yo os he mandado" (Mt., 28, 19-20). Por su
parte, todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo
en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a
abrazarla y practicarla.
Confiesa asimismo el santo Concilio que estos deberes afectan y ligan
la conciencia de los hombres, y que la verdad no se impone de otra
manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y
fuertemente en las almas. Ahora bien, puesto que la libertad religiosa
que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir
culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil,
deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de
los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la
única Iglesia de Cristo. Se propone, además, el sagrado Concilio, al
tratar de esta verdad religiosa, desarrollar la doctrina de los últimos
Pontífices sobre los derechos inviolables de la persona humana y sobre
el ordenamiento jurídico de la sociedad.
CAPÍTULO I
NOCIÓN GENERAL DE LA LIBERTAD RELIGIOSA
Objeto y fundamento de la libertad religiosa
2. Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho
a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres
han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de
grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que,
en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia,
ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo
o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además,
que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la
dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la
palabra revelada de Dios y por la misma razón natural . Este derecho de
la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el
ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a
convertirse en un derecho civil.
Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir,
dotados de razón y de voluntad libre, y enriquecidos por tanto con una
responsabilidad personal, están impulsados por su misma naturaleza y
están obligados además moralmente a buscar la verdad, sobre todo la que
se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a aceptar la verdad
conocida y a disponer toda su vida según sus exigencias. Pero los
hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su
propia naturaleza, si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo
que de inmunidad de coacción externa. Por consiguiente, el derecho a la
libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la
persona, sino en su misma naturaleza. Por lo cual, el derecho a esta
inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de
buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que
se guarde el justo orden público, no puede ser impedido.
La libertad religiosa y la vinculación del hombre con Dios
3. Todo esto se hace más claro aún a quien considera que la norma
suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y
universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y los
caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su
amor. Dios hace partícipe al hombre de esta su ley, de manera que el
hombre, por suave disposición de la divina Providencia, puede conocer
más y más la verdad inmutable. Por lo tanto, cada cual tiene la
obligación y por consiguiente también el derecho de buscar la verdad en
materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, se
forme, con prudencia, rectos y verdaderos juicios de conciencia.
Ahora bien, la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad
de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una
libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la
comunicación y del diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros
la verdad que han encontrado o creen haber encontrado, para ayudarse
mutuamente en la búsqueda de la verdad; y una vez conocida ésta, hay que
aceptarla firmemente con asentimiento personal.
El hombre percibe y reconoce por medio de su conciencia los
dictámenes de la ley divina; conciencia que tiene obligación de seguir
fielmente, en toda su actividad, para llegar a Dios, que es su fin. Por
tanto, no se le puede forzar a obrar contra su conciencia. Ni tampoco se
le puede impedir que obre según su conciencia, principalmente en materia
religiosa. Porque el ejercicio de la religión, por su propia índole,
consiste, sobre todo, en los actos internos voluntarios y libres, por
los que el hombre se relaciona directamente a Dios: actos de este género
no pueden ser mandados ni prohibidos por una potestad meramente humana .
Y la misma naturaleza social del hombre exige que éste manifieste
externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros
en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria.
Se hace, pues, injuria a la persona humana y al orden que Dios ha
establecido para los hombres, si, quedando a salvo el justo orden
público, se niega al hombre el libre ejercicio de la religión en la
sociedad.
Además, los actos religiosos con que los hombres, partiendo de su
íntima convicción, se relacionan privada y públicamente con Dios,
trascienden por su naturaleza el orden terrestre y temporal. Por
consiguiente, la autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien
común temporal, debe reconocer y favorecer la vida religiosa de los
ciudadanos; pero excede su competencia si pretende dirigir o impedir los
actos religiosos.
La libertad de las comunidades religiosas
4. La liberta o inmunidad de coacción en materia religiosa, que
compete a las personas individualmente, ha de serles reconocida también
cuando actúan en común. Porque la naturaleza social, tanto del hombre
como de la religión misma, exige las comunidades religiosas.
A estas comunidades, con tal que no se violen las justas exigencias
del orden público, se les debe por derecho la inmunidad para regirse por
sus propias normas, para honrar a la Divinidad con culto público, para
ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y
sustentarlos con la doctrina, y para promover instituciones en las que
colaboren los miembros con el fin de ordenar la propia vida según sus
principios religiosos.
A las comunidades religiosas les compete igualmente el derecho de que
no se les impida por medios legales o por acción administrativa de la
autoridad civil la elección, formación, nombramiento y traslado de sus
propios ministros, la comunicación con las autoridades y comunidades
religiosas que tienen su sede en otras partes del mundo, ni la erección
de edificios religiosos y la adquisición y uso de los bienes
convenientes.
Las comunidades religiosas tienen también el derecho de que no se les
impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de
su fe. Pero en la divulgación de la fe religiosa y en la introducción de
costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que
puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta,
sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas. Tal
comportamiento debe considerarse como abuso del derecho propio y lesión
del derecho ajeno.
Forma también parte de la libertad religiosa el que no se prohiba a
las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su
doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de
toda actividad humana. Finalmente, en la naturaleza social del hombre y
en la misma índole de la religión se funda el derecho por el que los
hombres, impulsados por su propio sentimiento religioso, pueden reunirse
libremente o establecer asociaciones educativas, culturales, caritativas
y sociales.
La libertad religiosa de la familia
5. Cada familia, en cuanto sociedad que goza de un derecho propio y
primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida religiosa
doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el
derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a
sus hijos, según sus propias convicciones religiosas. Así, pues, la
autoridad civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con
verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación, sin
imponerles ni directa ni indirectamente gravámenes injustos por esta
libertad de elección. Se violan, además, los derechos de los padres, si
se obliga a los hijos a asistir a lecciones escolares que no
corresponden a la persuasión religiosa de los padres, o si se impone un
único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación
religiosa.
La promoción de la libertad religiosa
6. Puesto que el bien común de la sociedad, que es el conjunto de las
condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden
conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección, se
asienta sobre todo en la observancia de los derechos y deberes de la
persona humana , la protección del derecho a la libertad religiosa
concierne a los ciudadanos, a las autoridades civiles, a la Iglesia y
demás comunidades religiosas, según la índole peculiar de cada una de
ellas, teniendo en cuenta su respectiva obligación para con el bien
común.
La protección y promoción de los derechos inviolables del hombre es
un deber esencial de toda autoridad civil . Debe, pues, la potestad
civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de
todos los ciudadanos con leyes justas y otros medios aptos, y facilitar
las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa, para que los
ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y
cumplir sus deberes, y la misma sociedad goce así de los bienes de la
justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres para con
Dios y para con su santa voluntad .
Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da
a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la
ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se
reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a
todos los ciudadanos y comunidades religiosas.
Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad
jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la
sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos
religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos.
De aquí se sigue que la autoridad pública no puede imponer a los
ciudadanos, por la fuerza, o por miedo, o por otros recursos, la
profesión o el abandono de cualquier religión, ni impedir que alguien
ingrese en una comunidad religiosa o la abandona. Y tanto más se obra
contra la voluntad de Dios y contra los sagrados derechos de la persona
y de la familia humana, cuando la fuerza se aplica bajo cualquier forma,
con el fin de eliminar o cohibir la religión, o en todo el género
humano, o en alguna región, o en un determinado grupo.
Los límites de la libertad religiosa
7. El derecho a la libertad religiosa se ejerce en la sociedad humana
y, por ello, su uso está sujeto a ciertas normas que lo regulan.
En el uso de todas las libertades hay que observar el principio moral
de la responsabilidad personal y social: en el ejercicio de sus
derechos, cada uno de los hombres y grupos sociales están obligados por
la ley moral a tener en cuenta los derechos de los otros, los propios
deberes para con los demás y el bien común de todos. Con todos hay que
obrar según justicia y humanidad.
Además, puesto que la sociedad civil tiene derecho a protegerse
contra los abusos que puedan darse bajo pretexto de libertad religiosa,
corresponde principalmente a la autoridad civil prestar esta protección.
Sin embargo, esto no debe hacerse de forma arbitraria, o favoreciendo
injustamente a una parte, sino según normas jurídicas conformes con el
orden moral objetivo. Normas que son requeridas por la tutela eficaz de
estos derechos en favor de todos los ciudadanos y por la pacífica
composición de tales derechos, por la adecuada promoción de esta honesta
paz pública, que es la ordenada convivencia en la verdadera justicia, y
por la debida custodia de la moralidad pública. Todo esto constituye una
parte fundamental del bien común y está comprendido en la noción de
orden público. Por lo demás, se debe observar en la sociedad la norma de
la libertad íntegra, según la cual, la libertad debe rconocerse al
hombre lo más ampliamente posible y no debe restringirse sino cuando es
necesario y en la medida en que lo sea. La educación para el ejercicio
de la libertad
8. Los hombres de nuestro tiempo son presionados de distintas maneras
y se encuentran en el pelibro de verse privados de su propia libertad de
elección. Por otra parte, son no pocos los que se muestran propensos a
rechazar toda subjección bajo pretexto de libertad y a tener en poco la
debida obediencia.
Por lo cual, este Concilio Vaticano exhorta a todos, pero
principalmente a aquellos que cuidan de la educación de otros, a que se
esmeren en formar a los hombres de tal forma que, acatando el orden
moral, obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuina
libertad; hombres que juzguen las cosas con criterio propio a la luz de
la verdad, que ordenen sus actividades con sentido de responsabilidad, y
que se esfuercen en secundar todo lo verdadero y lo justo, asociando
gustosamente su acción con los demás.
Por lo tanto, la libertad religiosa se debe también ordenar a
contribuir a que los hombres actúen con mayor responsabilidad en el
cumplimiento de sus propios deberes en la vida social.
CAPÍTULO II
LA LIBERTAD RELIGIOSA A LA LUZ DE LA REVELACIÓN
La doctrina de la libertad religiosa
ahonda sus raíces en la Revelación
9. Cuando este Concilio Vaticano declara acerca del derecho del
hombre a la libertad religiosa, tiene su fundamento en la dignidad de la
persona, cuyas exigencias se han ido haciendo más patentes cada vez a la
razón humana a través de la experiencia de los siglos. Es más; esta
doctrina de la libertad tiene sus raíces en la divina Revelación, por lo
cual ha de ser tanto más religiosamente observada por los cristianos.
Pues aunque la Revelación no afirme expresamente el derecho a la
inmunidad de coacción externa en materia religiosa, sin embargo
manifiesta la dignidad de la persona humana en toda su amplitud,
demuestra el proceder de Cristo respecto a la libertad del hombre en el
cumplimiento de la obligación de creer en la palabra de Dios, y nos
enseña el espíritu que deben reconocer y seguir en todo los discípulos
de tal Maestro. Todo esto aclara los principios generales sobre los que
se funda la doctrina de esta Declaración acerca de la libertad
religiosa. Sobre todo, la libertad religiosa en la sociedad está de
acuerdo enteramente con la libertad del acto de fe cristiana.
La libertad del acto de fe
10. Es uno de los más importantes principios de la doctrina católica,
contenido en la palabra de Dios y enseñado constantemente por los
Padres, que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios,
y que, por tanto, nadie debe ser forzado a abrazar la fe contra su
voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza,
ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado por Jesucristo
a la filiación adoptiva , no puede adherirse a Dios que se revela a sí
mismo, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio
racional y libre de la fe. Está por consiguiente en total acuerdo con la
índole de la fe que quede excluido cualquier género de imposición por
parte de los hombres en materia religiosa. Por consiguiente, un régimen
de libertad religiosa contribuye no poco a favorecer aquel estado de
cosas en que los hombres puedan ser invitados fácilmente a la fe
cristiana, a abrazarla por su propia determinación y a profesarla
activamente en toda la ordenación de la vida.
El comportamiento de Cristo y de los Apóstoles
11. Dios llama ciertamente a los hombres a servirle en espíritu y en
verdad, y por eso éstos quedan obligados en conciencia, pero no
coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona
humana que El mismo ha creado, que debe regirse por su propia
determinación y gozar de libertad. Esto se hizo patente sobre todo en
Cristo Jesús, en quien Dios se manifestó perfectamente a sí mismo y
descubrió sus caminos. En efecto, Cristo, que es Maestro y Señor nuestro
, manso y humilde de corazón , atrajo pacientemente e invitó a los
discípulos . Es verdad que apoyó y confirmó su predicación con milagros,
para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer
coacción sobre ellos . Reprobó ciertamente la incredulidad de los que le
oían, pero dejando a Dios el castigo para el día del juicio . Al enviar
a los Apóstoles al mundo les dijo: "El que creyere y fuere bautizado se
salvará; mas el que no creyere se condenará" (Mc., 16, 16). Pero
El, sabiendo que se había sembrado cizaña juntamente con el trigo, mandó
que los dejaran crecer a ambos hasta el tiempo de la siega, que se
efectuará al fin del mundo . Renunciando a ser Mesías político y
dominador por la fuerza , prefirió llamarse Hijo del Hombre, que ha
venido "a servir y dar su vida para redención de muchos" (Mc.,
10, 45). Se manifestó como perfecto Siervo de Dios, que "no rompe la
caña quebrada y no extingue la mecha humeante" (Mt., 12, 20).
Reconoció la autoridad civil y sus derechos, mandando pagar el tributo
al César, pero avisó claramente que había que guardar los derechos
superiores de Dios: "dad al César lo que es del César, y a Dios lo que
es de Dios" (Mt., 22, 21). Finalmente, al consumar en la cruz la
obra de la redención, para adquirir la salvación y la verdadera libertad
de los hombres, completó su revelación. Dio testimonio de la verdad ,
pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su
reino no se defiende a golpes , sino que se establece dando testimonio
de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo,
levantado en la cruz, atrae a los hombres a Sí mismo.
Los Apóstoles, enseñados por la palabra y por el ejemplo de Cristo,
siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia los
discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar
Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del
Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios .
Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios Salvador, "que
quiere que todos los hombres se salven, y lleguen al conocimiento de la
verdad" (1 Tim., 2, 4); pero al mismo tiempo respetaban a los
débiles, aunque estuvieran en el error, manifestando de este modo cómo
"cada cual dará a Dios cuenta de sí" (Rom., 14, 12) , debiendo
obedecer entretanto a su conciencia. Lo mismo que Cristo, los Apóstoles
estuvieron siempre empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios,
atreviéndose a proclamar cada vez con mayor abundancia, ante el pueblo y
las autoridades, "la palabra de Dios con confianza" (Hech., 4,
31) . Pues creían con fe firme que el Evangelio mismo era verdaderamente
la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree . Despreciando,
pues, todas "las armas de la carne" , y siguiendo el ejemplo de la
mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron la palabra de Dios
confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir
los poderes enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al
acatamiento de Cristo. Los Apóstoles, como el Maestro, reconocieron la
legítima autoridad civil: "no hay autoridad que no provenga de Dios",
enseña el Apóstol, que en consecuencia manda: "toda persona esté
sometida a las potestades superiores...; quien resiste a la autoridad,
resiste al orden establecido por Dios" (Rom., 13, 1-2) . Y al
mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público, cuando
éste se oponía a la santa voluntad de Dios: "hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres" (Hech., 5, 29) . Este camino siguieron
innumerables mártires y fieles a través de los siglos y en todo el
mundo.
La Iglesia sigue los pasos de Cristo y de los Apóstoles
12. La Iglesia, por consiguiente, fiel a la verdad evangélica, sigue
el camino de Cristo y de los Apóstoles cuando reconoce y promueve la
libertad religiosa como conforme a la dignidad humana y a la revelación
de Dios. Conservó y enseñó en el decurso de los tiempos la doctrina
recibida del Maestro y de los Apóstoles. Aunque en la vida del Pueblo de
Dios, peregrinó a través de las vicisitudes de la historia humana, se ha
dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu
evangélico, e incluso contrario a él, no obstante, siempre se mantuvo la
doctrina de la Iglesia de que nadie sea forzado a abrazar la fe.
De este modo el fermento evangélico fue actuando durante largo tiempo
en la mente de los hombres y contribuyó poderosamente a que éstos, en el
decurso de los siglos, percibieran con más amplitud la dignidad de su
persona y madurara la persuasión de que, en materia religiosa, esta
dignidad debía conservarse dentro de la sociedad inmune de cualquier
coacción humana.
La libertad de la Iglesia
13. Entre las cosas que pertenecen al bien de la Iglesia, más aún, al
bien de la misma sociedad temporal, y que han de conservarse en todo
tiempo y lugar y defenderse contra toda injusticia, es ciertamente
importantísimo que la Iglesia disfrute de tanta libertad de acción,
cuanta requiera el cuidado de la salvación de los hombres . Porque se
trata de una libertad sagrada, con la que el Unigénito Hijo de Dios
enriqueció a la Iglesia, adquirida con su sangre. Es en verdad tan
propia de la Iglesia, que quienes la impugnan, obran contra la voluntad
de Dios. La libertad de la Iglesia es un principio fundamental en las
relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden
civil.
La Iglesia vindica para sí la libertad en la sociedad humana y
delante de cualquier autoridad pública, puesto que es una autoridad
espiritual, constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato
incumbe el deber de ir por todo el mundo y de predicar el Evangelio a
toda criatura . Igualmente reivindica la Iglesia para sí la libertad, en
cuanto es una sociedad de hombres, que tienen derecho a vivir en la
sociedad civil según las normas de la fe cristiana.
Ahora bien, donde vige como norma la libertad religiosa, no solamente
proclamada con palabras, ni solamente sancionada con leyes, sino también
llevada a la práctica con sinceridad, allí, en definitiva, logra la
Iglesia la condición estable, de derecho y de hecho, para una necesaria
independencia en el cumplimiento de la misión divina, independencia que
han reivindicado con la mayor insistencia dentro de la sociedad las
autoridades eclesiásticas . Y al mismo tiempo los fieles cristianos,
como todos los demás hombres, gozan del derecho civil a que no se les
impida vivir según su conciencia. Hay, pues, concordancia entre la
libertad de la Iglesia y aquella libertad religiosa que debe reconocerse
como un derecho a todos los hombres y comunidades y sancionarse en el
ordenamiento jurídico.
Obligación de la Iglesia
14. La Iglesia católica, para cumplir el mandato divino: "enseñad a
todas las gentes" (Mt., 18, 19-20), debe emplearse denodadamente
"para que la palabra de Dios sea difundida y glorificada" (2 Tes.,
3, I).
Ruega, pues, encarecidamente a todos sus hijos que ante todo eleven
"peticiones, súplicas, plegarias y acciones de gracias por todos los
hombres... Porque esto es bueno y grato a Dios nuestro Salvador, el cual
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad" (I Tim., 2, 1-4).
Por su parte, los fieles, en la formación de su conciencia, deben
prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia
. Pues por voluntad de Cristo la Iglesia católica es la maestra de la
verdad, y su misión consiste en anunciar y enseñar auténticamente la
verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su
autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma
naturaleza humana. Procuren además los fieles cristianos, comportándose
con sabiduría con los que no creen, difundir "en el Espíritu Santo, en
caridad no fingida, en palabras de verdad" (2 Cor., 6, 6-7) la
luz de la vida, con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta
el derramamiento de sangre.
Porque el discípulo tiene la obligación grave para con Cristo Maestro
de conocer cada día mejor la verdad que de El ha recibido, de anunciarla
fielmente y de defenderla con valentía, excluyendo los medios contrarios
al espíritu evangélico. Al mismo tiempo, sin embargo, la caridad de
Cristo le acucia para que trate con amor, prudencia y paciencia a los
hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe . Deben, pues,
tenerse en cuenta tanto los deberes para con Cristo, el Verbo
vivificante que hay que predicar, como los derechos de la persona humana
y la medida de la gracia que Dios por Cristo ha concedido al hombre, que
es invitado a recibir y profesar voluntariamente la fe.
CONCLUSIÓN
15. Es patente, pues, que los hombres de nuestro tiempo desean poder
profesar libremente la religión en privado y en público; y aún más, que
la libertad religiosa se declara como derecho civil en muchas
Constituciones y se reconoce solemnemente en documentos internacionales.
Pero no faltan regímenes en los que, si bien su Constitución reconoce
la libertad de culto religioso, sin embargo, las mismas autoridades
públicas se empeñan en apartar a los ciudadanos de profesar la religión
y en hacer extremadamente difícil e insegura la vida de las comunidades
religiosas.
Saludando con alegría los venturosos signos de este tiempo, pero
denunciando con dolor estos hechos deplorables, el sagrado Concilio
exhorta a los católicos y ruega a todos los hombres que consideren con
toda atención cuán necesaria es la libertad religiosa, sobre todo en las
presentes condiciones de la familia humana.
Es evidente que todos los pueblos se unen cada vez más, que los
hombres de diversa cultura y religión se ligan con lazos más estrechos,
y que se acrecienta la conciencia de la responsabilidad propia de cada
uno. Por consiguiente, para que se establezcan y consoliden las
relaciones pacíficas y la concordia en el género humano, se requiere que
en todas las partes del mundo la libertad religiosa sea protegida por
una eficaz tutela jurídica y que se respeten los supremos deberes y
derechos de los hombres para desarrollar libremente la vida religiosa
dentro de la sociedad.
Quiera Dios, Padre de todos, que la familia humana, mediante la
diligente observancia de la libertad religiosa en la sociedad, por la
gracia de Cristo y el poder del Espíritu Santo, llegue a la sublime e
indefectible "libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rom.,
8, 21).
Todas y cada una de las cosas de esta Declaración fueron del agrado a
los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la Apostólica autoridad
conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el
Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y mandamos que,
decretadas sinodalmente, sean promulgadas para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, día 7 de diciembre del año 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica.